La
mañana entra resplandeciente por mi ventana, me golpea los párpados
con sus alegres y despreocupados rayos. Abro los ojos y el tedioso
techo blanco pareciera querer caer sobre mí. No quiero levantarme,
ni comenzar el día, ni nada. Sólo quiero permanecer echado en cama
hasta volver a quedar dormido o morir, lo que suceda primero. Pero
una necesidad corporal me obliga a tener que levantarme del colchón:
debo orinar. Me incorporo y lanzo una mirada de asco a mi caótica
habitación. Por todos lados veo ropa tirada; libros apilados sobre
el suelo; pelusas enormes, como ratones, que se pasean a libertad con
ayuda de las corrientes de aire. Pongo los pies sobre el suelo y
espero que su frialdad me despierte. Nada.
Mi
vejiga clama ser vaciada, se niega a ser ignorada por más tiempo.
Cómo quisiera poder hacer lo mismo con mi cabeza; vaciarla por
completo de tanta mierda. Me pongo en pie y camino semidesnudo al
baño. Desde la entrada observo manchas de orina que no dio con el
retrete. Como costras, se las puede ver en el suelo cubiertas de
polvo. Hago una mueca de aversión y regreso a mi alcoba para ponerme
unas chanclas. No porque quiera morir, significa que haya perdido el
asco de pisar meados secos.
Vuelvo
al baño y me paro a un costado del retrete, meto mi mano dentro de
la ropa interior y me saco el miembro para poder orinar. La orina es
expulsada con fuerza, haciéndome sentir una gran satisfacción, casi
orgásmica. Al menos algo me sigue haciendo sentir bien, aunque eso
sea mear. Me sacudo la verga para expulsar un tímido goteo; la
regreso a su lugar, dentro del bóxer, y giro hasta quedar frente al
espejo.
Un
tipo de veintitrés años, calvo, de cejas poco pobladas, barba que
se rehúsa a crecer pareja; labios delgados y finos, mejillas rojizas
y de ojos pequeños, me mira indiferente, hasta brusco, podría
decirse. Le sonrío esperando él haga lo mismo, pero en cuanto mi
sonrisa decae, la suya también así lo hace. Luce triste y su mirada
denota vaciedad. Yo también me he sentido así en ocasiones. Hoy,
por ejemplo.
Quisiera
golpearle el rostro al tipejo, escupirle encima, no sé, lo que sea
que haga cambiar el semblante de pasividad que muestra
descaradamente, como si todo le diera igual. Golpeo el espejo con el
puño derecho, quebrándose e hiriendo mi mano en defensa propia. Los
trozos del espejo caen regados sobre el lavabo, alrededor de mis
pies; algunos incluso continúan adheridos a mis nudillos. Mi mano
sangra y no puedo más que recoger los trozos que continúan
regresándome la imagen de mi indiferencia al dolor propio. Abro la
llave y dejo que el agua se lleve los pedazos pequeños cubiertos de
sangre. Así me quedo por un buen rato, observando la sangre correr.
Me
duele la mano por lo mismo que yo he ocasionado. Cierro la llave del
grifo y con la mano sana tomo el rollo de papel de baño, esperando
que la publicidad sea cierta y las hojas sean suaves al tacto con mi
piel herida. Presiono con fuerza y es entonces cuando el dolor se
hace más intenso. Mi rostro se contrae, pero me aguanto las ganas de
gritar como el machito que soy. Vaya farsa.
Con
la mano envuelta en papel higiénico voy a la habitación y busco la botella de alcohol etílico en
una caja donde guardo los medicamentos. Regreso al baño, retiro el papel y estudio los daños: hay
piel levantada y fresca. Abro la botella y respiro honda hasta
decidirme impulsivamente a verter el líquido esterilizante sobre las
heridas. El ardor es insoportable, me hace doblar y maldecir con la
mandíbula apretada con fuerza. “Por pendejo”, me escuché decir.
Me incorporo con los ojos llorosos, sacudo la mano para que el
alcohol se seque y la envuelvo con una nueva capa de papel.
Camino
a mi cuarto y me tiro sobre el colchón, que se encuentra sobre el
piso, sin base, lo cual hace que la escena luzca más patética. Me
hace querer darme un tiro. Me desnudo con la mano que tengo sana y…
¡diablos, olvidé cerrar la puerta! No es que en realidad importe,
es fin de semana y me encuentro solo en el departamento, pero hay
algo sobre tener la puerta abierta que no tolero, me hace sentir
observado y ahora no estoy para eso. Otra vez me pongo de pie y
camino malhumorado a cerrarla, azotándola con fuerza en berrinche a
mí mismo. Total, nadie habrá que se queje por el ruido. Una vez
cerrada, vuelvo a sentirme cómodo. Me acerco a la mesa y tomo el
hitter y la marihuana; el encendedor y los cigarrillos se encuentran
sobre la caja donde guardo las películas, a un lado del colchón.
Regreso a mi no ortopédica cama y me dejo caer encima. Doy varios
respiros, como quien lo hace feliz de estar vivo, pero yo no soy más
que un actor.
El
silencio de la habitación me exaspera, inspecciono mis al rededores
en busca del control del estéreo, ¡ah, ahí está!, justo a un lado
de la almohada. Me estiro hasta alcanzarlo y presiono play.
El estéreo se enciende acompañado por el molesto ruido que hace su
ventilador obstruido por el polvo. Lo ignoro y subo el volumen. Sólo
falta encontrar algo en el mp3 que vaya de acuerdo para la ocasión.
Doy con la carpeta del disco indicado, Kid
A.
Tomo la pipa y la relleno con marihuana; dejo la bolsa con la mota
sobre mi mesa improvisada y agarro el hitter con mi mano herida.
Observo cómo el papel ha absorbido la sangre, formando manchas
disparejas que no tienen forma definida. Acerco el hitter a mis
labios y con la otra mano tomo el encendedor: enciendo la llama y la
acerco a la hierba seca, que gracias a mis inspiraciones, arde con
velocidad. Continúo jalando humo hasta que mis pulmones no aguantan
más. Retengo el humo sintiendo el efecto de la mota esparcirse por
todo mi cuerpo, colmándome. Expulso el humo lentamente, observando
cómo choca con el suelo y se eleva hacia el techo. Repito dos, tres
veces más hasta sentirme satisfecho.
La
sensación de vaciedad no se marcha, pero al menos estoy lo
suficientemente drogado como para quedar dormido. Deposito el
encendedor y la pipa en el piso y me acomodo correctamente en el
colchón. Subo el volumen de la música y cierro los ojos, esperando
que las melodías me hagan perderme hasta alcanzar la inconsciencia,
quedando al fin dormido.
Nuevamente
despierto, ahora es la sed la que me ha traído de vuelta a la
realidad con grosera brusquedad. Han pasado tres horas desde que me
levanté por primera vez de la cama. Me incorporo y me percato de que
la jarra a mi lado se encuentra vacía. Qué asco, ni siquiera estoy
de humor para metáforas trilladas. Deslizo mi mano por entre el asa
y me lastimo, había olvidado mi percance con el espejo. La tomo con
cuidado y me pongo de pie. Un súbito mareo me hace tambalear, he
debido pararme muy de prisa. Camino con renovada pesadez hacia la
puerta, la abro y asomo la cabeza, inspeccionando el pasillo. No hay
nadie, claro que lo sé, pero no quisiera sorpresitas de ningún
tipo. Emprendo nuevamente mi camino hacia la cocina, donde el
garrafón de agua me espera. Llego a donde éste se encuentra y me
inclino para verter su interior en la jarra; me incorporo y regreso
al cuarto, cerrando la puerta tras de mí.
Bebo
directamente de la jarra, no estoy para convencionalismos inútiles,
y mucho menos para regresar a la cocina por un vaso, aunque fuese
para llenarlo y dar gusto a la boba metáfora. Lleno, vacío, da lo
mismo. Deposito la jarra en la mesa y tomo la cajetilla de cigarros,
vacía. Hoy simplemente no es mi día.
Con
la idea de ir a la tienda por más cigarros, viene otra más
perversa. Una clase de intuición que apenas y se percibe, pero la
cual no tengo ganas de desenterrar por temor a la certidumbre. Mejor
dejaré que el día me sorprenda.
Agh,
tendré que vestirme; por más que quisiera salir a la calle desnudo,
hay ciertas formas que no deben descuidarse, y una de esas es salir
con varios trapos encima para evitar escandalizar a la sociedad.
Salgo
del departamento usando un pantalón deportivo y una sudadera;
presiono el botón del ascensor y espero a que la porquería llegue
hasta el sexto piso, donde habito. Al fin alcanza altura y se abre,
trayendo consigo a una señora obesa que me hace cara de fuchi. Entro
y me pongo la capucha de la sudadera, detesto sentir la mirada de
desconfianza de la señora, que me mira a la cara y a la mano
cubierta por papel ensangrentado, alternadamente, como si fuera a
hacerle daño. No sabe del asco que me causa oler su nauseabundo
perfume, entonces sí aceptaría que me mirase con desprecio; al
menos así el sentimiento sería mutuo. Llegamos a la planta baja y
salgo del elevador a paso veloz, dejando atrás a la Ñorahuelefeo.
Alcanzo la rejilla que da al estacionamiento. Camino otro poco y
ahora a abrir la reja que da a la calle. La condenada cerradura se
niega a dejarme salir, lo cual me exaspera aún más; al fin cede.
Llego
a la tienda que es atendida por dos pseudo cholo-güeros, cruzando el
boulevard. “Qué onda, güero”, me saludan. Paso al fondo y tomo
del refrigerador dos six de Tecate, para mí solito; le pido unos
Delicados de veinticinco, pago y de vuelta al edificio.
Una vez en mi apartamento, meto las cervezas en el frigobar, tomando
una para el momento. Entro a mi cuarto, tomo la pipa y vuelvo a
fumar, relleno y repito. Abro la cerveza y bebo de su frío y
refrescante contenido, alegrándome que al menos algo de este día no
me resulta decepcionante. Abro la cajetilla de los “jotillos” y saco uno. Mi día comienza a mejorar, no faltaba
más. Me senté en la cama y cambié la música por algo más alegre;
un rico Blues vendría bien.
Así
se me fue la tarde, entre latas de cerveza, mota y tabaco. Y debo
admitir que lo disfruté demasiado. Pero en algún punto, un oscuro
sentimiento fue haciéndose cada vez más presente, creciendo en mi
interior hasta que finalmente salió al exterior como el engendro ése
en la película de Alien. Estalló, eso es lo único que sé. Lo que
comenzó como una ligera melancolía, se fue transformando en
desamparo y desolación, convirtiéndose al fin en ira hacia mí
mismo.
Tengo
veintitrés años y no he logrado nada además de haber estado en
tres licenciaturas distintas, sin haber terminado una sola de ellas.
Ya sea por la depresión o por la causa que ustedes gusten, mi paso
por cada una de ellas está registrado en la administración escolar
de la UG. Me comencé a odiar poquito a poquito al hacer un recuento
de los últimos años, pensando en cómo me he dado la espalda a cada
paso que doy, dejándome varado en la incertidumbre, auto
saboteándome en cada una de mis facetas. Primero Derecho, luego
Letras Españolas, luego Derecho de nueva cuenta, a falta de huevos
para irme a Veracruz y presentar en Filosofía por la Veracruzana;
volví a desertar de Derecho porque no quería sentirme frustrado al
no haber estudiado “lo que yo quería”. Me largué a Veracruz sin
apoyo familiar, pensando que valerme por mi propia cuenta era lo que
necesitaba, pero eso sólo devino en una nueva y más profunda
depresión, acosado en las noches por terribles pesadillas y durante
el día por la terrible desolación que ignoraba drogándome en
demasía hasta caída la noche, y así hasta regresar a Irapuato con
la cola entre las patas. No lo logré, ni siquiera presenté el
examen de admisión en la UV, que por segunda vez pagué con mi
dinero. Ok, regreso y todo es armonía con mis padres, que perdonaron
mi locura de ir a cagarla a otro estado. Mi padre me da su apoyo,
“Anda, entra a Antropología Social cómo tú querías”. Va.
Entro y el primer semestre pasa con honores, nueve punto tres de
promedio general. “¿Ya vieron que no era porque soy estúpido que
me salí tres veces de estudiar?”, pero entonces ¿qué pasó?, que
este último semestre vuelves a sentirte incapaz de seguir
respirando. Recuerdas lo que pasó hace un año en Xalapa, cómo te
sentías, y te sumerges aún más en el hoyo. “No lo logré, fui
con un objetivo, y no lo logré, ¡carajo!” ¿Cómo me lo explico
sin que yo mismo me de asco por mi falta de decisión, por mi
completa inconsciencia en ese entonces?
Me
pongo de pie y me tambaleo a causa del alcohol. Recorro la habitación
con la mirada. “Sí, tengo una biblioteca de cerca de trescientos
libros; mi índice de lectura es superior al de la media, con al
menos veinte libros al año; tengo una ortografía casi perfecta y un
léxico que muchos envidiarían, ¿y eso qué?”. Nada de eso
importa. Un renovado y terrible odio hacia mí empieza a invadir mi
mente, comienzo a llorar y golpeo la pared con el puño cerrado. De
nuevo con la mano derecha. El sangrado vuelve a surgir sin que esta
vez me importe detenerlo. Golpeo una y otra vez la pared, dejando
manchas rojas como en una pintura de Pollock.
Me
tumbo sobre el suelo, consumido en llanto. Las manos me tiemblan y me
siento deshecho por dentro. Logro serenarme un poco, la imagen que
doy ante mí resulta irrisoria y comienzo a reír en carcajadas
burlescas. Ni esto puedo tomármelo en serio. Soy una broma.
Me
levanto lentamente, abro la puerta y voy camino a la cocina. Ahí,
como una imagen de salvación, veo el cuchillo. Sus afilados dientes
reposan junto con los trastes limpios. “Menos mal", pienso, "no
tendré que lavarlo”. Lo tomo con la mano izquierda, observándolo
fijamente en mi recorrido a la habitación. Entro y cierro la puerta
con seguro. Me siento en el colchón y pongo a Pink Floyd en el
estéreo, con repetición y todo, para que la música no pare de
sonar incluso después de muerto. Si voy a hacer el corte final,
quiero que sea con Pink Floyd.
Deposito
el cuchillo sobre mi improvisación de mesa y me preparo para el
ritual. Del cajón donde guardo la ropa interior extraigo las
sábanas, tomo una y la pongo a un lado de la mota. Prepararé un
churro, el último before
I die. Ya
tenía la mota lista para una ocasión especial, claro que no tan
especial como ésta, pero qué más da. Lo forjo gordito; parece una
pequeña oruga reposando sobre la palma de mi mano. Lo enciendo y
fumo de él.
A
cada toque, alguien de mi pasado viene a mi mente, gente sin
importancia y tantos otros a quienes llegué a tenerles cariño.
Todas las mujeres que llegué a amar desfilaban como en pasarela
frente a mis ojos; desde Janeth, en primero de primaria, hasta mi
querida Sofía. A todas las amé en diferentes formas y grados.
También todos aquellos amigos que me acompañaron a lo largo de mis
aventuras; podría escribir un par de libros con todas las hazañas que
realizamos juntos.
Luego
recuerdo que me olvidé de pagar la cuota mensual a la señora del
mantenimiento. Río… las cosas en las que piensa uno en estos
momentos, caray. Termino el churro y me siento lo suficientemente
exhausto como para dormir por días; quizás al tercero despertaría,
justo como Chuchín.
Una
sonrisa se dibuja en mi rostro; me siento de buen humor y hasta
bromear me sale con naturalidad. Tomo el cuchillo y lo paseo entre
mis dedos, indeciso sobre qué hacer con él. ¿Encajarlo en mi
estómago y hacer un corte en diagonal al estilo harakiri?,
¿o quizás cortarme la garganta como lo habría hecho Harry Haller
en su cumpleaños número cincuenta? Mmm… no, lo mejor será algo
tranquilo. Presiono la punta de la navaja contra mi antebrazo
izquierdo. “Será al estilo emo, sólo que bien hecho y sin
errores”, me dije. Estaba a punto de hacerlo cuando de pronto me
entró una sed salvaje. Ni modo, me complaceré cuanto pueda antes de
partir al otro mundo, antes de que mi voz se extinga; que estire la
pata, pues.
Pongo
el cuchillo a un lado mío, tomo la jarra con ambas manos y bebo
hasta la última gota del líquido vital, ¡ja!, y pensar que es
llamada así, “líquido vital”. Pues veamos qué tan vital será
una vez que me desangre. Deposito la jarra en el suelo y vuelvo a lo
mío. Es ya de noche y aún no he hecho “algo productivo”. Bueno,
tomo el cuchillo y lo presiono contra mi piel, pensando en qué tipo
de corte hacer. ¿Uno largo que recorra desde la muñeca, pasando por
el antebrazo hasta el comienzo de los bíceps, o cortes transversales
a lo largo del antebrazo? Decisiones, decisiones. ¡Sí, lo tengo!
Presa de un impulso, desgarro mi antebrazo con múltiples cortes, sin
reparar en el insufrible dolor que esto me ocasiona, hasta que fui
perdiendo las fuerzas de mi brazo derecho; se escapaban con la sangre
que empapa el colchón.
Una
dulce somnolencia me comenzó a invadir. Deposité el cuchillo a mi
lado y con la poca energía que me quedaba me acomodé en mi lugar.
Me recargué en la pared con las piernas cruzadas, viendo
directamente a la puerta. Esbocé una sonrisa para aquel que me
encontrase. Dulce bienvenida. Y así como es de noche, volví a caer
dormido.