domingo, 20 de mayo de 2012

¡Oh, Fortuna!


Despierta envuelto en una oscuridad total, protegido del exterior por las sábanas raídas que lo arropan. Descubre su rostro lentamente, examinando su alrededor en busca de monstruos, esos terribles seres que lo acechan día y noche sin descanso; nada hay que aguarde para dañarlo, el silencio inunda la habitación y la poca luz, que logra filtrarse por las ventanas tapizadas con periódico, le permite observar con la claridad necesaria todo cuanto le rodea a través de los barrotes de su cuna. Pero las sombras son engañosas.

Se incorpora con inseguridad, sosteniendo el aliento a boca de estómago. Sólo el fondo de la habitación permanece en completa penumbra. Retira la sábana que lo resguarda y se pone de pie, el interruptor de la luz se encuentra ahí donde no quisiera ir. Donde el terror lo consume. Lenta y cautelosamente pone un pie fuera de la cuna, conteniendo la respiración. Una sombra cruza rápidamente a su derecha, ocultándose detrás de unas cajas viejas. Lanza un grito ahogado y espera paciente. La sombra vuelve a surgir, develando su ser: tan sólo una obesa rata.

Da un respiro, sintiendo alivio. Escucha un ronroneo cerca de él, detrás del sofá. Camina despacio para no asustarla y la llama: “psh, psh, Missy, Missy…” No hay respuesta, el felino debe estar descansando, sonríe y sigue su paso, Missy es una gatita perezosa. Un gruñido atroz lo detiene y enseguida es golpeado en el rostro, cayendo al suelo. Grita, pidiendo auxilio, suplicando se le libere de la tortura. Los golpes siguen acometiendo contra su escuálido y desnutrido cuerpo, acompañados por rasguños que desgarran su tierna piel. El chiquillo grita en desesperación, patalea y da manotazos intentando repeler a su agresor.

Le es propinado un porrazo en plena frente, lo desorienta, casi desmayándolo. La bestia no cede, lo arrastra súbitamente a la oscuridad. Con las fuerzas que le quedan por la tremenda golpiza, intenta aferrarse a lo que pueda, clava sus uñas en el piso hasta destruírselas. El pánico le ha cerrado la garganta, aumentando su impotencia y desamparo. Llora en su camino a las tinieblas.

Mira sobre su pecho, observando con angustia cómo su cuerpo va desapareciendo en la lobreguez a la que es atraído. Con una mueca de espanto y el pavor proyectado en su mirar, se abandona a la crueldad de su sino. Ya lo ha tragado.  

La habitación guarda un silencio sepulcral, sólo el cruel aullido del viento recorre cada rincón. Una rata enorme pasea lentamente en busca de alimento, dirigiéndose a donde el chico se encuentra. Roe un trozo de cartón, y continúa su andar; cuando se adentra en la oscuridad, un grito desgarra la quietud del recinto. La luz se enciende y el infante corre entre sollozos a su cama, tapándose con cobijas y sábanas. Llora en desconsuelo hasta quedar dormido, sintiendo al fin un poco de alivio.


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Despierta entre temblores y sudor frío. Se levanta y recorre la habitación con la mirada; la luz encendida y ningún peligro a la vista. Con pasos torpes se dirige hacia las escaleras que llevan a la planta baja, donde mamá vive. Con los pies desnudos, sortea las heces y los charcos de orina de sus mascotas, cruzándose en el camino con Cleo, su amada gallina, a la que le da los buenos días y un cariñoso beso en la cresta. El resto de los animales deambulan anárquicamente por doquier. Nadie se ha ocupado de limpiar en mucho tiempo. La pestilencia pasa inadvertida para el chico y su madre, ya acostumbrados al hedor habitual. Recorre el pasillo, asomándose al cuarto de mamá. Aún duerme. Para él, el piso inferior es un mundo completamente diferente al suyo. Ahí no hay monstruos, ni pesadillas atroces, sólo su madre y sus queridas mascotas. Quizás esas terroríficas creaturas temieran a mamá.

Va al cuarto de baño, donde se encuentra el único espejo de la casa. Se posa frente a el, mostrándole a un niño enclenque, famélico. Se acerca al espejo y observa su lacerado y magullado cuerpo a causa de los ataques de los monstruos que lo agreden en sus momentos de soledad. Saben que mamá no lo protegerá. Grandes ojeras enmarcan sus ojos negros como su cabello. Indómitos y profundos, “son los ojos de tu padre”, le dice su madre. Se mira triste y desaliñado. Luego mira hacia abajo y recuerda qué hace ahí. Es la hora de bañar a mamá.

Llena la cubeta con agua del grifo. Toma una gran esponja, vieja y sucia, de debajo del lavabo, y carga la cubeta no sin mucho esfuerzo. Se tambalea dos o tres veces antes de hacer equilibrio y se encamina hasta donde su madre duerme. Una vez a su lado, deposita la cubeta en el suelo.

Junto a su madre, él no es más grande que cualquiera de sus piernas, o que alguno de sus brazos. Mamá está desnuda, es inmensa y grotescamente obesa, pero viéndola bien, no es sólo su gordura lo que resalta más en ella; ni tampoco que estuviese cubierta de mierda y orines de los animales, puesto que le gustaba dar pequeños paseos por su habitación, y como por su gordura no podía ponerse en pie, gatea por todo el cuarto, sin importarle entrar en contacto con los deshechos de sus animalitos. Es un espectáculo bastante divertido. Él suele observarla desde la puerta, ocultándose tras el muro. Mamá en ocasiones maúlla, ladra o muge según su antojo, o según el animal que juegue a ser. 

Pero quizás lo más llamativo en ella son las costras que cubren todo zona donde llegase a crecer vello; porque si mamá a algo le teme, es al cabello. Desde siempre la recuerda arrancar compulsivamente el vello corporal que llegase a asomarse por su obeso cuerpo. Y en las zonas donde ella no alcanzaba con sus regordetes brazos, era él quien tenía que extraerlo con sus mismas manos. A veces, cuando era imposible hacerlo con las uñas, mamá lo obligaba a cortarlo con un cuchillo oxidado y muy filoso; y si por su pequeñez el vello no podía ser podado, tenía que pasar el cuchillo por sobre la piel, llevándose en ocasiones parte de la misma, lo cual le producía un abundante sangrado. Cuando eso sucedía, mamá le pedía que trajera a los tres perros que poseían para que le lamieran las heridas. Mamá dice que la saliva de los perros cura las heridas, y que las costras babosas y verduzcas son la muestra de que se está recuperando.

Además de eso, mamá es rodeada por un cinturón que ha de haberse puesto ya hace mucho, pues le aprieta de tal forma, y está tan bien adherido a su cuerpo, que la divide como a un reloj de arena. Un desbordante reloj de arena. Del cinturón de mamá salen tres largos cordones, a los cuales se encuentran, atados del cuello, tres enormes gatos. Siempre serios, como esperando a que pase algo. Ellos son los que deben proteger a mamá de los monstruos, seguramente. Los gatos son criaturas mágicas y satánicas, le llegó a contar alguna vez su madre. Por eso él mismo los ató a su cinturón hace unos años, por orden suya. Ella sabe muchas cosas, aunque siempre habla mucho y no siempre la puede comprender.

Le encaja las uñas para despertarla sin que haya respuesta de su parte. Insiste con más fuerza, una y otra vez, incluso engarruña su mano y la rasguña como lo haría un gato; esto lo divierte, pues mamá no es de piel muy sensible ni para sentir los golpes. Finalmente despierta, lanzando un largo bostezo y extendiendo sus voluminosos y desbordantes brazos. Su axila, compuesta por una costra entera, exuda un pus verdoso y sudor; despide un olor nauseabundo aún para él, acostumbrado al hedor de las suciedades de sus animales. Contrae su brazo derecho y se frota los párpados con la mano, cuidando de no encajarse las largas uñas en el rostro.

El chico vuelve a clavar las uñas en su costado y finalmente mamá posa su vista sobre él. Le sonríe.
-Querido niño, hijo mío, ya veo que has traído la cubeta, ¿es hora ya de mi baño habitual?, ¡oh, veo que sí!, es un alivio tenerte aquí, mi dulce niño; eres la imagen misma de tu padre, ¡tan buen hombre él!, seguro que eres como él, ¿a que si?, anda, siempre eres muy tímido y nunca hablas, pero quizás alguna vez pudieras hacerlo por mamá, ¿a que si? –el chiquillo hace una mueca y levanta las hombros- Tan lindo como siempre… anda pues, comienza a limpiarme, querido; contigo me siento como una emperatriz, y sabes que eso a mamá le encanta, tener un varón que haga todo lo que yo le ordene, y que nunca me niegue nada, no como el desgraciado de tu padre, que nos abandonó a la suerte del pesado destino que ha caído sobre nuestros hombros, criatura mía; así es, lo único bueno que pudo hacer tu padre por mí, fue dejarte a mi lado, aunque fuera sólo dejar una huella en mi atropellada existencia; pero anda ya, comienza a bañarme, mozo mío.

El niño coge la esponja y la introduce en la cubeta, luego comienza a pasarla por sobre la piel de su madre, despacio y frotando con fuerza, haciendo que algunas costras se corran y se adhieran a la esponja que es introducida una y otra vez a la cubeta, dejando en ella los trozos de sangre coagulada e infecciosa. A él le gusta bañar a mamá. Le gusta las historias que le suele contar mientras la asea, le hacen irse muy, muy lejos de ahí y olvidar las pesadillas.

Cuando ha terminado de lavar su pierna por fuera, se pone entre sus piernas para lavar ahora la parte interior. Entre sus inmensos muslos comienza a pasar la esponja, recordando cuántas veces habría de pasar por esa zona el cuchillo, hasta que no quedara ni un solo vello. Esto lo recuerda con orgullo, puesto que le gusta ser meticuloso en su trabajo. Cuando no tiene que cortar carne y elimina por completo el vello, aplaude y da grititos de emoción. Pero ahora sólo tiene que pasar la esponja.

Le resulta curioso que su madre se estremezca tanto al lavarle esa parte del cuerpo; bufa mucho y se agita bastante. Reanuda su monólogo:

-Querido mío, imagen de mi desaparecido esposo y amante, agradezco a los cielos por tu existir, le ruego a Dios siempre por ti, ¿lo sabes, verdad?, debes comprender que he estado tanto tiempo sin ti, Fausto mío, ¿por qué me abandonaste a mi merced?, pero no todo es tinieblas sin ti, me has dejado a ésta criatura para recordarte en mi ansiedad, amado mío, ¿¡cuándo volverás!? Mi niño, alma mía, podrías hacerle un favor a mamá, ¿a que si?, anda, mira, esa esponja tuya es lo que necesito ahora, sí, esa que tienes en la mano; mira, deberás ponerla dentro de tu puño, sí, así, ahora apriétalo fuerte, muy fuerte, ¡sí, bien hecho! Pues ahora presiona ahí donde te señalo e introduce tu manita ahí; sí, muy bien, continúa presionando hasta que hayas entrado, verás, ahí también necesito que me laves, como verás he estado muy sola, y la soledad me ha ensuciado un poquito ahí dentro, lávame bien, amado mío, hasta que yo te diga; continúa, llega hasta dentro.-

El niño hace lo que su madre le indica. Su brazo se encuentra cubierto por una baba de olor extraño, nunca antes olido por él. Su madre balancea su cuerpo rítmicamente, haciendo temblar sus carnes. Entonces, para sorpresa del chico, el interior de su madre comienza a estrecharse y apretar su mano, haciéndolo sentir una calidez extraña. Sonríe por el curioso fenómeno, cierra los ojos, y se limita a apreciar con los sentidos la sensación que le causa estar ahí. Su madre parecía atraerlo hacia sí, aprieta su mano como nunca y lo llamaba desde su interior. Ya no se siente el desamparo, ni el miedo, ni la soledad.


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Sale por la puerta que da al cerro. Es ya de tarde y quiere salir a explorar, quizás encontraría algo valioso. Hace dos días encontró una muñeca rota, la llamó Eleonora y era una bruja mandona. Le hizo subir el cerro corriendo, luego descender y espantar a unos cuervos que comían de un conejo muerto. Ella le dijo que el conejo era una ofrenda que le hacía al diablo para protegerse de conjuros malignos que le lanzaban sus enemigos. Hoy también la vería, se lo prometió aquél día.

La encontró detrás de una gran roca, justo donde le dijo que la dejara un par de días atrás.

-Cárgame, pequeño. Hoy tenemos que ahuyentar a aquellos que te buscan para hacerte daño. 

–El chico mueve la boca, como si quisiera decir algo, levanta el brazo que tiene libre, en señal de algo grande- No, no los monstruos… esos los tienes dentro de tu cabeza. Hablo de dos asquerosos duendes que deambulan por los alrededores. Te buscan para hacerte daño, los he podido observar. Vienen tras de ti, alguien los habrá enviado. Pero no temas, te diré qué hacer cuando se acerquen para que te liberes de ellos por hoy y siempre.

El chico sonríe fascinado, al fin encontró a alguien que lo defienda. Escucha atentamente a la bruja y hace lo que le ordena. Rodea la gran roca y sube en ella. Ahora a esperar paciente. Se tumba sobre la roca para observar sin ser visto. Entonces los ve venir. Dos chicos de su misma edad, quizás. Le parece curioso que sean tan parecidos a él, pero la bruja le advirtió que no se dejara engañar por las apariencias. Satanás es mentiroso y sabe engañar la vista de los mortales. Ya están más cerca, pasarán por debajo de la roca.

La bruja le da la señal; la pone en el suelo y toma en brazos una piedra muy grande, lo suficiente para que la tuviera que cargar con ambas manos. Fija el objetivo y la arroja. La piedra desciende rápidamente hasta dar sobre la cabeza de uno de los dos muchachos y aplasta el pie izquierdo del otro. Justo en el blanco. Luego se abalanza contra ellos, cayendo sobre el que está ahora en el suelo. Grita, golpea y araña al chico que daba brincos sobre su pie derecho. Lo hace caer, luego toma la enorme roca que les había arrojado y la estrella contra el rostro del niño. Su nariz se ha fracturado, desviándose hacia la derecha y sangra abundantemente.

-¡Aún respira, sigue golpeándolo hasta que ya no se mueva!- ordenó la bruja.

El chico así lo hizo, lanzó un fuerte bramido y estrelló una y otra vez la roca contra ese cráneo sangrante. No paraba de gritar frenéticamente mientras la roca ascendía con mayor lentitud a cada golpe y descendía cada vez con más fuerza. Lo que antes era el rostro de un enviado del demonio, ahora es una masa gelatinosa. Piel, hueso, sangre y sesos; le ha machacado la cabeza.

Cansado, se tomó un respiro.

-¡Bien hecho, niño mío, ahora sólo falta el otro; recuerda no dejar a ninguno vivo, podrían levantarse y armar todo un lío!

Agitado y excitado a causa de la adrenalina, tomó la piedra y repitió el mismo proceso con el otro individuo. Luego los cubrió con piedras y ramas y depositó a la bruja sobre las tumbas. Ella cuidaría que no se levantaran e hicieran de las suyas.

Anochece. Ahora de regreso a casa. Va cubierto de sangre, caminando cansado pero radiante de felicidad; se ha librado de un gran peligro. Cuando se encuentra a diez pasos de su casa, un rugido detrás suyo lo hace paralizar. Lo ha olvidado. Recupera la motricidad de su cuerpo y corre aceleradamente, tropezando al entrar; cierra la puerta tras de sí, corre por el pasillo, llega a las escaleras y sube precipitadamente. Tiene que llegar a su cama, ponerse a salvo. El mayor de sus problemas viene a hacerse presente.

Lo escucha, está fuera de casa, sus gruñidos llegan hasta sus oídos haciéndolo temblar bajo la manta; ha orinado la cama. Escucha abrirse la puerta por donde él mismo había entrado. Las pisadas del monstruo resuenan hasta su habitación; cómo avanza lentamente, desgarrando las paredes del pasillo. Ya sube las escaleras, uno por uno sube por los peldaños. Cuando llega por fin a la habitación se hace el silencio. El chiquillo respira agitado, cubriéndose el rostro con las rojas manos. En sus ojos, el terror inyectado. ¿Por qué mamá no lo salva del monstruo? ¿Por qué nunca se levanta, viene y lo auxilia? ¿¡Por qué!?

Una risa macabra, apenas como un murmullo, atraviesa hasta su refugio. Cada vez en aumento hasta volverse ensordecedora, aterradora. Escucha cómo los muebles que le estorban a la bestia son golpeados, hechos a un lado. Se acerca más y más. Cuando está a un paso de distancia del chico, éste lanza un grito que desgarra la estancia, larga y profundamente. Silencio.

La bestia ruge enfurecida, golpea las paredes liberando su iracundo discurso. El niño tapa sus oídos, gritando para no escuchar a la creatura. La bestia golpea y zarandea la cuna del chiquillo, la hace rechinar al levantarla y azotarla contra el suelo y las paredes. Los chillidos del niño hacen estremecer las ventanas.

Presiona sus oídos con fiereza, clavando las uñas en su cráneo, causando sangrado. Sacude su cabeza y la golpea contra las barandillas de la cuna. Las lágrimas han humedecido su rostro por completo. Su semblante deformado por las muecas de terror y sufrimiento. Aprieta su mandíbula con ferocidad. Se descubre, grita y lanza mordiscos al aire; gruñe como el mismo monstruo, harto y hastiado del continuo acoso al que lo somete. Se levanta y corre por la habitación, lanzando maldiciones arcanas en su propio lenguaje, tacleando cuanto objeto se cruza en su camino. Toma una lámpara y la arroja contra la pared, golpea muebles y cajas. Descarga su furia sobre el monstruo, en cualquier lugar donde se pueda estar escondiendo; ahora es él quien muestra superioridad. Tras cinco minutos de insania, cae al suelo rendido. La bestia parece haberse marchado, por fin se impuso ante ella. Respira agitado pero contento, al fin obtuvo la victoria. Se tumba de espaldas, observando el oscuro techo abovedado, ríe calladamente.

Pero un murmullo detrás suyo le eriza la piel. Se encuentra petrificado. Cierra los ojos tan fuerte como puede. La risa comienza nuevamente, más sarcástica, más burlona. El chico gime y sacude su cabeza, aterrorizado. Fuertes pisadas van en dirección suya. Tiembla el suelo bajo su espalda, tiemblan las ventanas de miedo.

Se encuentra indefenso, a la merced del mismo demonio. Ya está más cerca, un paso, otro paso. La última pisada fue entre las piernas del chico. Su cuerpo está tensado por completo. Silencio. En la planta baja se escucha el aleteo de Cleo, quizás pelea con alguno de los gatos.

El aire ha perdido su pesadez y un pequeño esperpento de niño reposa sobre el suelo. Sus piernas y brazos separados a pocos centímetros del cuerpo. En su mano derecha, un cuchillo oxidado es empuñado con fuerza. Abre los ojos con lentitud, moviéndolos desesperadamente al escrutar su entorno. Se incorpora con dificultad, sus músculos continúan acalambrados. La mitad izquierda de su rostro forma una espantosa mueca, su quijada se encuentra fuera de lugar. Al apoyar sus manos en el suelo para ponerse de pie, se percata del arma de óxido, presa entre sus dedos.

Se pone de pie y camina distraídamente a las escaleras, descendiéndolas con desgano, tambaleante aún. Pisa las heces de sus animales, sin reaccionar siquiera al contacto de su piel desnuda con la mierda fresca.

Llega a la planta baja. Ladea su cabeza a la izquierda y a la derecha, mirando de lado a lado el pasillo cubierto por heces y charcos de orina. Camina al cuarto de su madre. Desde la entrada, enciende la luz y la encuentra echada, sucia nuevamente, debió pasearse después de su baño. Arrastra sus pies uno a uno hasta colocarse entre las piernas de su madre, palpa su estómago con la mano que tiene libre. Le da unas palmaditas. Se pone en cuclillas y observa absorto la vagina, recordando la sensación de protección y calidez que ahí dentro su mano recibió.

Se endereza y recorre la habitación con la vista, buscando una silla. Ahí está, va por ella y la arrastra a donde él solía estar. Se sube a ella, apoyando su mano libre sobre la barriga de mamá. Se pierde en la inmensidad de su tamaño y forma. Un gran reloj de arena. Corta los lazos que atan a los gatos, los cuales ante su sorpresa, no se mueven, lo observan como si esperaran a que hiciera todo eso. Sonríe.

Con la punta del cuchillo recorre la panza, trazando rutas como un pirata en un mapa; hasta encontrar la cruz donde se encuentra el tesoro. Recorre por sobre las longas con costras de mugre, siguiendo sus senderos y retomando otra. El cuchillo concluye su recorrido ahí donde comienza el vientre. Una sonrisa fúnebre cruza su rostro. Con extremada firmeza levanta el metal, que se presta fiel a completar su destino. Lo deja caer veloz sobre el vientre, penetrando la grasienta piel que no supone obstáculo para él. Su madre despierta sobresaltada, ha notado el sablazo y ahora lanza bramidos; sacude su cuerpo. Agudiza la vista, dándose cuenta que quien le hace daño es su hijo querido.

-Que-querido, ¿qué haces, cariño?, ¿sabes que le causas daño a tu madre, no es cierto?, me has cortado con un cuchillo, ¿ves?, anda, se un buen niño y deja ya ese cuchillo, que mamá se pondrá muy triste si lo encajas así.

Sólo el mango queda a la vista, el chiquillo lanza un grito de emoción, sube y baja el cuchillo, extasiado en la diversión que le confiere el sangrado excesivo. Mientras lo sube y baja, lo va atrayendo hacia sí, cortando lenta y dificultosamente la barriga de la madre a medida que el corte avanza. Ella grita desesperada, sintiendo ya todo el peso del dolor. El niño grita emocionado nuevamente. Saca el cuchillo, lo levanta al aire y lo clava una y otra vez en plena demencia, hasta haber cortado demasiado. La herida desciende hasta el ano de la madre; su vagina se desangra gimiendo y eructando suplicante. Una catarata de sangre corre por su boca, con la mandíbula completamente abierta y floja. Madre agoniza en silencio.

Arroja el cuchillo lejos de ahí. Ya ha encontrado una entrada lo suficientemente grande para caber por completo. Con las manos en la gran herida, abre la piel haciendo un gran esfuerzo, derramando sangre por toda la habitación. Introduce un brazo, encontrando resistencia en el interior, clava las uñas y jala con monstruosa ansiedad, extrayendo el útero de Madre con mucho esfuerzo; lo deja caer al suelo, junto con otros líquidos. Continúa desgarrando el interior, lo suficiente para hacer espacio a su cuerpo entero. Su madre comienza a convulsionar quedamente, cuando sus tripas caen pesadas sobre el suelo. El niño comprueba el tamaño del hueco y se adentra en su madre. Entra por completo y se da la media vuelta, desde dentro mira hacia afuera sonriendo, ya quisiera que el monstruo venga a atacarlo. Quisiera que lo intente.