Arruinaste mi vida cuando te marchaste. Tu partida arrasó con mi realidad, con todo aquello que me hacía sentir seguro. Pasé semanas sin poder dormir a causa del rencor que generaste en mí al destruir la vida que compartíamos. Temblaba, lleno de ira, mientras le gritaba al vacío que ojalá jamás regresaras, que te quedaras donde quiera que estuvieras y te pudrieras por hacerme sentir así. Me perdí en el alcohol por no saber qué otra cosa hacer con este dolor en mi pecho. Ver tus fotografías en cada rincón de esta maldita casa me provocaba náuseas. El lugar de mi felicidad se convirtió en una cámara de torturas. Cada habitación una celda, cada recuerdo un flagelo. Te busqué por todas partes sin encontrar tu rastro. Me convertiste en el hazmerreír de nuestras amistades y conocidos. Al parecer ellos sabían más de lo mal que iba nuestra relación, que yo. Nunca hablabas conmigo sobre cómo te sentías, blindaste tu cuerpo y te arrojaste al fondo del océano.
¿Por
qué quedarte callada? Si tan mal estaban las cosas, podrías haberte acercado a
mí y hubiéramos tratado de arreglarlo juntos. ¡Maldita seas una y otra vez!
Debiste extirparte por completo, sin dejar tu veneno dentro de mi cuerpo. ¿Qué
daño te hice yo, de qué forma te lastimé? Te amaba como a ninguna, te adoré
como a una diosa. No pasaba un sólo día en el que no tratara de mostrarte mi
cariño y mi devoción. Pero no fue suficiente para ti. Durante los últimos meses
me trataste como a una molestia, como si fuera una mosca zumbando a tu
alrededor. Noté tu distanciamiento, tus silencios. En más de una ocasión te
pregunté si algo te pasaba, pero nunca fuiste sincera. Si tan sólo me lo
hubieras hecho saber, darme la cara y expresarme tu inconformidad con nuestro
matrimonio, con la vida que te estaba dando. ¿Qué fue lo que sucedió?
¡Maldita,
maldita! Te odio por extrañarte tanto. No debería sentirme así, debería
sentirme aliviado de haberme deshecho de una mujer tan pusilánime y falsa como
tú. Pero no puedo olvidarme de ti, no importa cuánto lo intente, tu rostro me
acosa al cerrar los ojos. Emprendiste la huida poco a poco, por fases. Ya no me
dejabas tocarte, y al hacer el amor, era como si estuvieras en otro lugar, como
si estuviera teniendo sexo con un cadáver de cuerpo tibio. No te entendí en ese
entonces y ahora me odio por eso. Te odio, desearía verte muerta, pero también
desearía tenerte entre mis brazos y no dejarte ir nunca. Traté de repetirme que
jamás te irías, que siempre te quedarías conmigo sin importar la dificultad. Me
odio por haberlo creído, por permitirme ser tan débil y blando con alguien que
planeaba darme por muerto y pretender no haberme conocido. Y pensar que tenía
tantos planes contigo. ¿Por qué tenías que irte? Si te tuviera frente a mí, te
haría pagar por el dolor, la angustia y la desesperación que me hiciste sentir
al no encontrarte.
Hace
unas semanas sucedió algo que no quisiera contarle a nadie, pero sé que puedo
contártelo a ti. Aunque sea de este modo. Fue un viernes. Me encontraba dando un
paseo nocturno por la ciudad. Estaba borracho y me dio por salir a la calle
para no tener que estar encerrado en esta maldita casa. Suelo embriagarme mucho
y salir a la calle sin un motivo aparente. A veces cargo una llave de cruz en
el asiento del copiloto, fantaseando con verme involucrado en una pelea con un
desconocido sólo para reventarle el cráneo a golpes. Jamás ha pasado, no cuento
con tanta suerte ni soy una persona que inicie peleas. Pero puedo jurar que
quería lastimar a alguien, destrozarlos con mi odio y estas manos que quisieran
estrangularte. Manejé precariamente por una avenida llena de bares a donde
solíamos ir, buscando tu silueta en el pasado. ¿Y sabes qué? Te encontré. No
eras tú, por supuesto, pero el parecido era idéntico. Salió de uno de los bares
en compañía de otras dos chicas. No podía creer lo que mis ojos veían. Tras
meses de no verte, supe que tenía que hacer algo, aunque no sabía qué. Se
despidió de sus amigas y caminó por una calle aledaña, quizás en dirección a su
casa. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana. No había gente, los
negocios estaban cerrados, el tránsito vehicular era nulo a excepción de unos
cuantos taxis en la avenida principal y de mí. La chica debía ir ebria, lo noté
por su caminar ondulante y por sus brazos lánguidos, rendidos ante el cansancio
de haber bailado toda la noche con sus amigas. Me mantuve a una distancia
prudente, observando su forma de caminar, comparándola contigo en cada aspecto.
No quería dejar de verla, eso me fue claro. Apagué mis luces y me acerqué más a
ella. Apenas y volteó en mi dirección sin prestar mucha atención. Cuando llegó
a un tramo que no estaba iluminado por las farolas de la calle, supe que tenía
qué actuar. Juro que ni siquiera lo pensé. Mi corazón latía deprisa, el alcohol
en mi sistema me dio el siga. Tomé la llave de cruz y abrí la portezuela de mi
automóvil. Mi cuerpo tenso, mi mente en blanco. Me acerqué a ella y la llamé
por tu nombre, confundido como estaba. Apenas giró en mi dirección, recibió un
golpe contundente en la sien que la hizo caer al suelo. No tuvo oportunidad de
gritar en busca de auxilio. Verla en sobre el suelo hizo que me paralizara.
Tiré la llave de cruz, muerto de miedo. ¿Qué era lo que acababa de hacer? Abrí
la cajuela del coche, tomé a la chica en brazos y la puse dentro. En mi prisa
por irme, olvidé recoger la llave de cruz del suelo.
Presa
del pánico, traje su cuerpo a casa y la oculté en el sótano. No sabía qué más
hacer: ataqué a una completa desconocida sólo porque se parecía a ti, y además
la traje a casa. Dejarla libre no era una opción, hablaría con la policía y
encontrarían la barra de cruz con mis huellas dactilares, podría ir a la cárcel
por secuestro. Me quedaba sin opciones. Lo primero que hice fue atarla a una
silla y amordazarla para silenciar sus gritos cuando recobrara el conocimiento.
Seguía con vida, chequé sus signos vitales, pero no reaccionaba. Debí golpearla
con demasiada fuerza. La paranoia me jugó un mal rato: pensé en helicópteros
sobrevolando la casa, patrullas que llegaban desde todas direcciones con sus
escandalosas sirenas; todos los policías con pistolas en mano, apuntando a
puertas y ventanas esperando a que yo me asomara para darme un tiro certero
entre los ojos. Nada de eso sucedió.
Los
minutos transcurrían con lentitud, el aire me faltaba, no sabía qué hacer. Me
tumbé en el suelo, a tan sólo unos metros de la chica. Juro que eras tú y no
ella quien estaba en esa silla. Su cabello castaño caía al igual que el tuyo
sobre su frente. Su mandíbula, los pómulos, las cejas... toda ella me recordaba
a ti. Entré en un estado psicótico, pensando en voz alta cuáles eran mis
opciones. Te culpé de todo lo que estaba sucediendo. Era tu culpa, claro que
sí. Entonces me sentí sumamente furioso contigo, todo se estaba yendo al carajo
y a ti no te importaba. La tomé por los cabellos y levanté su rostro para verlo
mejor bajo la luz. Una sonrisa maligna se dibujó en mi semblante. No podía
hacerte daño a ti, pero sí podía hacérselo a ella. Le di una bofetada con todas
mis fuerzas. De no ser porque la sujetaba del cabello, se habría caído al
suelo. La joven despertó, abrió los ojos en súbito terror, tratando de
explicarse dónde estaba. Fue hasta que me vio a mí, y se percató del lugar en
el que se encontraba, que intentó gritar con todas sus fuerzas. Pero la cinta
cumplió su propósito y silenció su horrendo berrido.
Perdí
el miedo que me había invadido tan sólo unos momentos atrás. La excitación, la
adrenalina, era bombeada a todo mi
cuerpo haciéndome sentir más poderoso y fuerte que en mucho tiempo. Me sentía
en control. Tenía una oportunidad excelente al alcance de mis manos, sólo
bastaba que estirara el brazo y la tomara. Mi decisión ya había sido tomada. Seguí
golpeando a la chica en el cuerpo, brazos y piernas. Donde fuera menos en el
rostro, pues sólo la quería porque se parecía a ti. Le grité todo aquello que
te reclamaría a ti. Incluso llegué a hincarme y llorar a sus pies mientras la
llenaba de besos y caricias llenas de arrepentimiento. Le pedí perdón, y le
urgí a tu reemplazo por una salvación. La chica no podía mantenerse consciente
por más tiempo. Yo también estaba agotado. Recuerdo que subí a darme un baño y
dormí un par de horas. Descansé como en mucho tiempo no había tenido
oportunidad de hacerlo. Descubrí que eso era lo que necesitaba para sentirme
bien, para alcanzar ese grado de serenidad aun estando en medio de una
tormenta. Desperté sintiéndome mejor a eso del mediodía. Para evitar problemas
en el trabajo, llamé a la oficina y me reporté enfermo. Tenía el día libre para
mí y para mi invitada especial: tú.
Me
sentí sumamente nervioso al tener que bajar a donde estaba su cuerpo. La noche
anterior la molí a golpes bastante rudo y tenía curiosidad por ver cómo se
verían sus heridas. Fue hasta que me agaché junto a su cuerpo que vi que ya no
se movía, ya no respiraba. La maté a golpes y ahora todo estaba perdido. ¿Qué
iba a hacer ahora con su cuerpo? ¿Cómo me desharía de él? ¡Maldita seas! Fue
por ti que me metí en este lío. Si no te hubieras ido, no tendría la necesidad
de hacer estas cosas. El mundo colapsaba sobre mi cabeza. Me pregunté qué sería
lo que haría a continuación. Esa fue la primera vez que me encontraba a solas
con un cadáver. Claro, uno los llega a ver en funerales, pero no hablo de la
misma cosa. El olor comenzaba a hacerse evidente y un par de moscas saboreaban
su piel muerta a placer. Tenía que hacer algo pronto, de lo contrario la
situación se complicaría más. Mi cabeza estaba hecha un lío y una imperante
migraña me taladraba los sesos. Pensé en golpear mi cabeza contra la pared si
es que eso ayudara a que se detuviera. Perdí el control y comencé a patear el
cadáver. Por su boca, a través de la cinta, escurría la sangre escarlata. Su
rostro no mostraba expresión alguna, justo como el tuyo en los días previos a
dejarme.
Las
lágrimas corrían por mis ojos. Subí las escaleras en dirección a la cocina y
tomé un cuchillo largo y filoso que pudiera saciar mi ira contra ti. Le
arranqué la camisa y el brasier para dejar su tórax al descubierto. Estaba
amoratado por las golpizas de anoche y hoy. Tomé el cuchillo y presioné su
punta contra la piel, deslizándolo firmemente por sobre su piel desnuda. Es
curioso que cuando uno se corta, la sangre no brota instantáneamente, sino que
tarda unos instantes en dibujar su rojo trayecto. No fui así de delicado con su
cuerpo. A medida que avanzaba, presionaba con más fuerza, sorprendiéndome del
nivel de resistencia que opone la carne al cercenarse. Quería hacerle daño,
hacerte daño. Nunca olvidé que se trataba de otra y no de ti, pero para mí no existía
mucha diferencia, no en ese momento. La apuñalé en los pechos y sobre el
corazón más veces de las que puedo recordar, bañándome con su sangre a medida
que la navaja entraba y salía, salpicándolo todo. Las cosas brillaban con mayor
intensidad: la lámpara sobre nosotros, su néctar carmesí brotando de las
heridas, sus moretones nebulosos. Quizás deliraba, quizás todo era una sucia
broma de mi subconsciente y en realidad me encontraba durmiendo en cama. No fue
así. En un último acto de violencia contra su cuerpo, atenté contra aquello que
la hacía parecerse a ti. Aquello que la personifica y la diferencia del resto,
al igual que tú. Fue por esto que me metí en tantos líos, para poder quedarme
con algo que me recordara a ti. Mis manos temblaban a causa de la excitación,
no me podía contener. Tracé un sendero desigual pero efectivo sobre su piel, la
navaja penetró unos milímetros antes de topar con el hueso del cráneo. Una vez
que terminé de hacer el corte alrededor del rostro, introduje mis uñas por
debajo de sus mejillas para jalar la piel con la suficiente firmeza para
desprender la piel del cráneo sin que se fuera a estropear. La sensación al
arrancar la piel fue todo un éxtasis. Me sentí desfallecer al arrancar el
último centímetro de piel sangrante y fría de ese cuerpo inmundo.
Por
fin te tenía para mí, aunque fuera con el rostro de otra mujer. Subí las escaleras
con el rostro ensangrentado entre mis manos. La sangre escurría por mis dedos,
causando un hormigueo que me complacía y regocijaba. Me sentí tranquilo,
sereno. Al fin había encontrado algo que me brindara confort en esta mierda que
es mi vida. Enjuagué la cara en el lavabo de la cocina, la guardé en una bolsa
plástica y la metí en el congelador, regalándole un último vistazo antes de
cerrar la puerta y regresar a mis deberes. Sin el rostro, el cuerpo de la chica
no tenía ningún otro uso para mí. Envolví el cuerpo con bolsas plásticas de
basura negras, y esperé a que fuera de noche para meterla nuevamente en la
cajuela de mi coche. Manejé a las afueras de la ciudad para tirar el cuerpo en
algún lugar lo suficientemente remoto para no ser encontrado por curiosos.
La
paz que había conseguido se esfumó a los pocos días. De pronto me sentí al
borde del colapso. Sentí que todo mundo sabía que había hecho algo terrible.
Como si tuviera escrita en la frente la palabra “asesino”. No, nadie sabía lo
que hice, pero mis delirios dictaban otra cosa. Todos los días compraba los
periódicos de circulación local para saber si ya habían dado con el cuerpo.
Incluso compré el periódico amarillista por excelencia, donde suelen publicar
crímenes escabrosos y absurdos: nada. Esa quietud me aterrorizaba todavía más.
Intenté ocultar mi culpa al ser solícito con todos en el trabajo, tratando de
mostrar una buena cara, la cara de un inocente. Creé una máscara para ocultarle
al mundo el monstruo en el que me convertí. Me dije a mí mismo que sólo fue
cosa de una ocasión, que con lo que tenía de ti me bastaba. O eso creía. Barnicé
el rostro de aquella chica para preservarlo del deterioro del tiempo. Fue mi posesión
más preciada, mostrándola con orgullo en esta misma pared. Podía pasar horas
observando aquel rostro flotando en lo alto de la pared. Al menos sabía que
dentro de mi alcoba todo era paz, que aunque el mundo fuera caótico detrás de
esa puerta, aquí encontraría calma y bienestar. No dejé de alcoholizarme,
tampoco dejé de rondar las calles en mi automóvil. Aunque por esos días me
convencía a mí mismo que tal evento no se repetiría, que todo estaría bien
siempre y cuando concentrara mi atención en mis nuevas fantasías y en aquel
rostro. Lo contemplaba por horas, charlando con él como lo hago contigo,
recordando buenos tiempos, como cuando
nos casamos y éramos felices.
Fui
ingenuo al creer que las cosas continuarían de ese modo. La bestia no había
muerto, tan sólo estaba dormida. Las fantasías ya no me satisfacían y mi odio
resurgió con más fuerza, convirtiéndose en una parte fundamental de mis
pensamientos y mi humor. Estaba muy irritable, con ganas de arrasar con todos
como un tornado F5. Tuve que hacer gigantescos esfuerzos para no arrojarme
encima de una secretaria incompetente, y agarrarla a bofetadas. Quería matarlos
a todos. Entonces salí nuevamente a las calles, rondando ya no sólo como
espectador, si no a la búsqueda de una nueva chica que encajara con mis gustos,
que se pareciera a ti. En esas ocasiones iba preparado para no cometer los
errores de mi primera vez. Tardé un mes en encontrar a la indicada, una
estudiante de universidad que pedía aventón en la carretera. Aquí es donde
entras tú, querida. Llegaste a mí en el mejor momento. Me aliviaste de la furia
que me consumía las entrañas. Ahora estarás conmigo hasta que la ira se haga
presente nuevamente y tenga que salir a rondar las calles en busca de otra como
tú. Lo que no logro decidir es si cambiar el rostro anterior por el tuyo, o
conservar a las dos en la pared frente a mi cama. Puede que la compañía de
ambas me sienta bien, yo tampoco quiero alejarme de ellas.