jueves, 18 de diciembre de 2014

Broken dreams, broken faces





Arruinaste mi vida cuando te marchaste. Tu partida arrasó con mi realidad, con todo aquello que me hacía sentir seguro. Pasé semanas sin poder dormir a causa del rencor que generaste en mí al destruir la vida que compartíamos. Temblaba, lleno de ira, mientras le gritaba al vacío que ojalá jamás regresaras, que te quedaras donde quiera que estuvieras y te pudrieras por hacerme sentir así. Me perdí en el alcohol por no saber qué otra cosa hacer con este dolor en mi pecho. Ver tus fotografías en cada rincón de esta maldita casa me provocaba náuseas. El lugar de mi felicidad se convirtió en una cámara de torturas. Cada habitación una celda, cada recuerdo un flagelo. Te busqué por todas partes sin encontrar tu rastro. Me convertiste en el hazmerreír de nuestras amistades y conocidos. Al parecer ellos sabían más de lo mal que iba nuestra relación, que yo. Nunca hablabas conmigo sobre cómo te sentías, blindaste tu cuerpo y te arrojaste al fondo del océano.

¿Por qué quedarte callada? Si tan mal estaban las cosas, podrías haberte acercado a mí y hubiéramos tratado de arreglarlo juntos. ¡Maldita seas una y otra vez! Debiste extirparte por completo, sin dejar tu veneno dentro de mi cuerpo. ¿Qué daño te hice yo, de qué forma te lastimé? Te amaba como a ninguna, te adoré como a una diosa. No pasaba un sólo día en el que no tratara de mostrarte mi cariño y mi devoción. Pero no fue suficiente para ti. Durante los últimos meses me trataste como a una molestia, como si fuera una mosca zumbando a tu alrededor. Noté tu distanciamiento, tus silencios. En más de una ocasión te pregunté si algo te pasaba, pero nunca fuiste sincera. Si tan sólo me lo hubieras hecho saber, darme la cara y expresarme tu inconformidad con nuestro matrimonio, con la vida que te estaba dando. ¿Qué fue lo que sucedió?

¡Maldita, maldita! Te odio por extrañarte tanto. No debería sentirme así, debería sentirme aliviado de haberme deshecho de una mujer tan pusilánime y falsa como tú. Pero no puedo olvidarme de ti, no importa cuánto lo intente, tu rostro me acosa al cerrar los ojos. Emprendiste la huida poco a poco, por fases. Ya no me dejabas tocarte, y al hacer el amor, era como si estuvieras en otro lugar, como si estuviera teniendo sexo con un cadáver de cuerpo tibio. No te entendí en ese entonces y ahora me odio por eso. Te odio, desearía verte muerta, pero también desearía tenerte entre mis brazos y no dejarte ir nunca. Traté de repetirme que jamás te irías, que siempre te quedarías conmigo sin importar la dificultad. Me odio por haberlo creído, por permitirme ser tan débil y blando con alguien que planeaba darme por muerto y pretender no haberme conocido. Y pensar que tenía tantos planes contigo. ¿Por qué tenías que irte? Si te tuviera frente a mí, te haría pagar por el dolor, la angustia y la desesperación que me hiciste sentir al no encontrarte.

Hace unas semanas sucedió algo que no quisiera contarle a nadie, pero sé que puedo contártelo a ti. Aunque sea de este modo. Fue un viernes. Me encontraba dando un paseo nocturno por la ciudad. Estaba borracho y me dio por salir a la calle para no tener que estar encerrado en esta maldita casa. Suelo embriagarme mucho y salir a la calle sin un motivo aparente. A veces cargo una llave de cruz en el asiento del copiloto, fantaseando con verme involucrado en una pelea con un desconocido sólo para reventarle el cráneo a golpes. Jamás ha pasado, no cuento con tanta suerte ni soy una persona que inicie peleas. Pero puedo jurar que quería lastimar a alguien, destrozarlos con mi odio y estas manos que quisieran estrangularte. Manejé precariamente por una avenida llena de bares a donde solíamos ir, buscando tu silueta en el pasado. ¿Y sabes qué? Te encontré. No eras tú, por supuesto, pero el parecido era idéntico. Salió de uno de los bares en compañía de otras dos chicas. No podía creer lo que mis ojos veían. Tras meses de no verte, supe que tenía que hacer algo, aunque no sabía qué. Se despidió de sus amigas y caminó por una calle aledaña, quizás en dirección a su casa. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana. No había gente, los negocios estaban cerrados, el tránsito vehicular era nulo a excepción de unos cuantos taxis en la avenida principal y de mí. La chica debía ir ebria, lo noté por su caminar ondulante y por sus brazos lánguidos, rendidos ante el cansancio de haber bailado toda la noche con sus amigas. Me mantuve a una distancia prudente, observando su forma de caminar, comparándola contigo en cada aspecto. No quería dejar de verla, eso me fue claro. Apagué mis luces y me acerqué más a ella. Apenas y volteó en mi dirección sin prestar mucha atención. Cuando llegó a un tramo que no estaba iluminado por las farolas de la calle, supe que tenía qué actuar. Juro que ni siquiera lo pensé. Mi corazón latía deprisa, el alcohol en mi sistema me dio el siga. Tomé la llave de cruz y abrí la portezuela de mi automóvil. Mi cuerpo tenso, mi mente en blanco. Me acerqué a ella y la llamé por tu nombre, confundido como estaba. Apenas giró en mi dirección, recibió un golpe contundente en la sien que la hizo caer al suelo. No tuvo oportunidad de gritar en busca de auxilio. Verla en sobre el suelo hizo que me paralizara. Tiré la llave de cruz, muerto de miedo. ¿Qué era lo que acababa de hacer? Abrí la cajuela del coche, tomé a la chica en brazos y la puse dentro. En mi prisa por irme, olvidé recoger la llave de cruz del suelo.

Presa del pánico, traje su cuerpo a casa y la oculté en el sótano. No sabía qué más hacer: ataqué a una completa desconocida sólo porque se parecía a ti, y además la traje a casa. Dejarla libre no era una opción, hablaría con la policía y encontrarían la barra de cruz con mis huellas dactilares, podría ir a la cárcel por secuestro. Me quedaba sin opciones. Lo primero que hice fue atarla a una silla y amordazarla para silenciar sus gritos cuando recobrara el conocimiento. Seguía con vida, chequé sus signos vitales, pero no reaccionaba. Debí golpearla con demasiada fuerza. La paranoia me jugó un mal rato: pensé en helicópteros sobrevolando la casa, patrullas que llegaban desde todas direcciones con sus escandalosas sirenas; todos los policías con pistolas en mano, apuntando a puertas y ventanas esperando a que yo me asomara para darme un tiro certero entre los ojos. Nada de eso sucedió.

Los minutos transcurrían con lentitud, el aire me faltaba, no sabía qué hacer. Me tumbé en el suelo, a tan sólo unos metros de la chica. Juro que eras tú y no ella quien estaba en esa silla. Su cabello castaño caía al igual que el tuyo sobre su frente. Su mandíbula, los pómulos, las cejas... toda ella me recordaba a ti. Entré en un estado psicótico, pensando en voz alta cuáles eran mis opciones. Te culpé de todo lo que estaba sucediendo. Era tu culpa, claro que sí. Entonces me sentí sumamente furioso contigo, todo se estaba yendo al carajo y a ti no te importaba. La tomé por los cabellos y levanté su rostro para verlo mejor bajo la luz. Una sonrisa maligna se dibujó en mi semblante. No podía hacerte daño a ti, pero sí podía hacérselo a ella. Le di una bofetada con todas mis fuerzas. De no ser porque la sujetaba del cabello, se habría caído al suelo. La joven despertó, abrió los ojos en súbito terror, tratando de explicarse dónde estaba. Fue hasta que me vio a mí, y se percató del lugar en el que se encontraba, que intentó gritar con todas sus fuerzas. Pero la cinta cumplió su propósito y silenció su horrendo berrido.

Perdí el miedo que me había invadido tan sólo unos momentos atrás. La excitación, la adrenalina, era  bombeada a todo mi cuerpo haciéndome sentir más poderoso y fuerte que en mucho tiempo. Me sentía en control. Tenía una oportunidad excelente al alcance de mis manos, sólo bastaba que estirara el brazo y la tomara. Mi decisión ya había sido tomada. Seguí golpeando a la chica en el cuerpo, brazos y piernas. Donde fuera menos en el rostro, pues sólo la quería porque se parecía a ti. Le grité todo aquello que te reclamaría a ti. Incluso llegué a hincarme y llorar a sus pies mientras la llenaba de besos y caricias llenas de arrepentimiento. Le pedí perdón, y le urgí a tu reemplazo por una salvación. La chica no podía mantenerse consciente por más tiempo. Yo también estaba agotado. Recuerdo que subí a darme un baño y dormí un par de horas. Descansé como en mucho tiempo no había tenido oportunidad de hacerlo. Descubrí que eso era lo que necesitaba para sentirme bien, para alcanzar ese grado de serenidad aun estando en medio de una tormenta. Desperté sintiéndome mejor a eso del mediodía. Para evitar problemas en el trabajo, llamé a la oficina y me reporté enfermo. Tenía el día libre para mí y para mi invitada especial: tú.

Me sentí sumamente nervioso al tener que bajar a donde estaba su cuerpo. La noche anterior la molí a golpes bastante rudo y tenía curiosidad por ver cómo se verían sus heridas. Fue hasta que me agaché junto a su cuerpo que vi que ya no se movía, ya no respiraba. La maté a golpes y ahora todo estaba perdido. ¿Qué iba a hacer ahora con su cuerpo? ¿Cómo me desharía de él? ¡Maldita seas! Fue por ti que me metí en este lío. Si no te hubieras ido, no tendría la necesidad de hacer estas cosas. El mundo colapsaba sobre mi cabeza. Me pregunté qué sería lo que haría a continuación. Esa fue la primera vez que me encontraba a solas con un cadáver. Claro, uno los llega a ver en funerales, pero no hablo de la misma cosa. El olor comenzaba a hacerse evidente y un par de moscas saboreaban su piel muerta a placer. Tenía que hacer algo pronto, de lo contrario la situación se complicaría más. Mi cabeza estaba hecha un lío y una imperante migraña me taladraba los sesos. Pensé en golpear mi cabeza contra la pared si es que eso ayudara a que se detuviera. Perdí el control y comencé a patear el cadáver. Por su boca, a través de la cinta, escurría la sangre escarlata. Su rostro no mostraba expresión alguna, justo como el tuyo en los días previos a dejarme.

Las lágrimas corrían por mis ojos. Subí las escaleras en dirección a la cocina y tomé un cuchillo largo y filoso que pudiera saciar mi ira contra ti. Le arranqué la camisa y el brasier para dejar su tórax al descubierto. Estaba amoratado por las golpizas de anoche y hoy. Tomé el cuchillo y presioné su punta contra la piel, deslizándolo firmemente por sobre su piel desnuda. Es curioso que cuando uno se corta, la sangre no brota instantáneamente, sino que tarda unos instantes en dibujar su rojo trayecto. No fui así de delicado con su cuerpo. A medida que avanzaba, presionaba con más fuerza, sorprendiéndome del nivel de resistencia que opone la carne al cercenarse. Quería hacerle daño, hacerte daño. Nunca olvidé que se trataba de otra y no de ti, pero para mí no existía mucha diferencia, no en ese momento. La apuñalé en los pechos y sobre el corazón más veces de las que puedo recordar, bañándome con su sangre a medida que la navaja entraba y salía, salpicándolo todo. Las cosas brillaban con mayor intensidad: la lámpara sobre nosotros, su néctar carmesí brotando de las heridas, sus moretones nebulosos. Quizás deliraba, quizás todo era una sucia broma de mi subconsciente y en realidad me encontraba durmiendo en cama. No fue así. En un último acto de violencia contra su cuerpo, atenté contra aquello que la hacía parecerse a ti. Aquello que la personifica y la diferencia del resto, al igual que tú. Fue por esto que me metí en tantos líos, para poder quedarme con algo que me recordara a ti. Mis manos temblaban a causa de la excitación, no me podía contener. Tracé un sendero desigual pero efectivo sobre su piel, la navaja penetró unos milímetros antes de topar con el hueso del cráneo. Una vez que terminé de hacer el corte alrededor del rostro, introduje mis uñas por debajo de sus mejillas para jalar la piel con la suficiente firmeza para desprender la piel del cráneo sin que se fuera a estropear. La sensación al arrancar la piel fue todo un éxtasis. Me sentí desfallecer al arrancar el último centímetro de piel sangrante y fría de ese cuerpo inmundo.

Por fin te tenía para mí, aunque fuera con el rostro de otra mujer. Subí las escaleras con el rostro ensangrentado entre mis manos. La sangre escurría por mis dedos, causando un hormigueo que me complacía y regocijaba. Me sentí tranquilo, sereno. Al fin había encontrado algo que me brindara confort en esta mierda que es mi vida. Enjuagué la cara en el lavabo de la cocina, la guardé en una bolsa plástica y la metí en el congelador, regalándole un último vistazo antes de cerrar la puerta y regresar a mis deberes. Sin el rostro, el cuerpo de la chica no tenía ningún otro uso para mí. Envolví el cuerpo con bolsas plásticas de basura negras, y esperé a que fuera de noche para meterla nuevamente en la cajuela de mi coche. Manejé a las afueras de la ciudad para tirar el cuerpo en algún lugar lo suficientemente remoto para no ser encontrado por curiosos.

La paz que había conseguido se esfumó a los pocos días. De pronto me sentí al borde del colapso. Sentí que todo mundo sabía que había hecho algo terrible. Como si tuviera escrita en la frente la palabra “asesino”. No, nadie sabía lo que hice, pero mis delirios dictaban otra cosa. Todos los días compraba los periódicos de circulación local para saber si ya habían dado con el cuerpo. Incluso compré el periódico amarillista por excelencia, donde suelen publicar crímenes escabrosos y absurdos: nada. Esa quietud me aterrorizaba todavía más. Intenté ocultar mi culpa al ser solícito con todos en el trabajo, tratando de mostrar una buena cara, la cara de un inocente. Creé una máscara para ocultarle al mundo el monstruo en el que me convertí. Me dije a mí mismo que sólo fue cosa de una ocasión, que con lo que tenía de ti me bastaba. O eso creía. Barnicé el rostro de aquella chica para preservarlo del deterioro del tiempo. Fue mi posesión más preciada, mostrándola con orgullo en esta misma pared. Podía pasar horas observando aquel rostro flotando en lo alto de la pared. Al menos sabía que dentro de mi alcoba todo era paz, que aunque el mundo fuera caótico detrás de esa puerta, aquí encontraría calma y bienestar. No dejé de alcoholizarme, tampoco dejé de rondar las calles en mi automóvil. Aunque por esos días me convencía a mí mismo que tal evento no se repetiría, que todo estaría bien siempre y cuando concentrara mi atención en mis nuevas fantasías y en aquel rostro. Lo contemplaba por horas, charlando con él como lo hago contigo, recordando buenos tiempos, como cuando  nos casamos y éramos felices.


Fui ingenuo al creer que las cosas continuarían de ese modo. La bestia no había muerto, tan sólo estaba dormida. Las fantasías ya no me satisfacían y mi odio resurgió con más fuerza, convirtiéndose en una parte fundamental de mis pensamientos y mi humor. Estaba muy irritable, con ganas de arrasar con todos como un tornado F5. Tuve que hacer gigantescos esfuerzos para no arrojarme encima de una secretaria incompetente, y agarrarla a bofetadas. Quería matarlos a todos. Entonces salí nuevamente a las calles, rondando ya no sólo como espectador, si no a la búsqueda de una nueva chica que encajara con mis gustos, que se pareciera a ti. En esas ocasiones iba preparado para no cometer los errores de mi primera vez. Tardé un mes en encontrar a la indicada, una estudiante de universidad que pedía aventón en la carretera. Aquí es donde entras tú, querida. Llegaste a mí en el mejor momento. Me aliviaste de la furia que me consumía las entrañas. Ahora estarás conmigo hasta que la ira se haga presente nuevamente y tenga que salir a rondar las calles en busca de otra como tú. Lo que no logro decidir es si cambiar el rostro anterior por el tuyo, o conservar a las dos en la pared frente a mi cama. Puede que la compañía de ambas me sienta bien, yo tampoco quiero alejarme de ellas.