jueves, 18 de diciembre de 2014

Broken dreams, broken faces





Arruinaste mi vida cuando te marchaste. Tu partida arrasó con mi realidad, con todo aquello que me hacía sentir seguro. Pasé semanas sin poder dormir a causa del rencor que generaste en mí al destruir la vida que compartíamos. Temblaba, lleno de ira, mientras le gritaba al vacío que ojalá jamás regresaras, que te quedaras donde quiera que estuvieras y te pudrieras por hacerme sentir así. Me perdí en el alcohol por no saber qué otra cosa hacer con este dolor en mi pecho. Ver tus fotografías en cada rincón de esta maldita casa me provocaba náuseas. El lugar de mi felicidad se convirtió en una cámara de torturas. Cada habitación una celda, cada recuerdo un flagelo. Te busqué por todas partes sin encontrar tu rastro. Me convertiste en el hazmerreír de nuestras amistades y conocidos. Al parecer ellos sabían más de lo mal que iba nuestra relación, que yo. Nunca hablabas conmigo sobre cómo te sentías, blindaste tu cuerpo y te arrojaste al fondo del océano.

¿Por qué quedarte callada? Si tan mal estaban las cosas, podrías haberte acercado a mí y hubiéramos tratado de arreglarlo juntos. ¡Maldita seas una y otra vez! Debiste extirparte por completo, sin dejar tu veneno dentro de mi cuerpo. ¿Qué daño te hice yo, de qué forma te lastimé? Te amaba como a ninguna, te adoré como a una diosa. No pasaba un sólo día en el que no tratara de mostrarte mi cariño y mi devoción. Pero no fue suficiente para ti. Durante los últimos meses me trataste como a una molestia, como si fuera una mosca zumbando a tu alrededor. Noté tu distanciamiento, tus silencios. En más de una ocasión te pregunté si algo te pasaba, pero nunca fuiste sincera. Si tan sólo me lo hubieras hecho saber, darme la cara y expresarme tu inconformidad con nuestro matrimonio, con la vida que te estaba dando. ¿Qué fue lo que sucedió?

¡Maldita, maldita! Te odio por extrañarte tanto. No debería sentirme así, debería sentirme aliviado de haberme deshecho de una mujer tan pusilánime y falsa como tú. Pero no puedo olvidarme de ti, no importa cuánto lo intente, tu rostro me acosa al cerrar los ojos. Emprendiste la huida poco a poco, por fases. Ya no me dejabas tocarte, y al hacer el amor, era como si estuvieras en otro lugar, como si estuviera teniendo sexo con un cadáver de cuerpo tibio. No te entendí en ese entonces y ahora me odio por eso. Te odio, desearía verte muerta, pero también desearía tenerte entre mis brazos y no dejarte ir nunca. Traté de repetirme que jamás te irías, que siempre te quedarías conmigo sin importar la dificultad. Me odio por haberlo creído, por permitirme ser tan débil y blando con alguien que planeaba darme por muerto y pretender no haberme conocido. Y pensar que tenía tantos planes contigo. ¿Por qué tenías que irte? Si te tuviera frente a mí, te haría pagar por el dolor, la angustia y la desesperación que me hiciste sentir al no encontrarte.

Hace unas semanas sucedió algo que no quisiera contarle a nadie, pero sé que puedo contártelo a ti. Aunque sea de este modo. Fue un viernes. Me encontraba dando un paseo nocturno por la ciudad. Estaba borracho y me dio por salir a la calle para no tener que estar encerrado en esta maldita casa. Suelo embriagarme mucho y salir a la calle sin un motivo aparente. A veces cargo una llave de cruz en el asiento del copiloto, fantaseando con verme involucrado en una pelea con un desconocido sólo para reventarle el cráneo a golpes. Jamás ha pasado, no cuento con tanta suerte ni soy una persona que inicie peleas. Pero puedo jurar que quería lastimar a alguien, destrozarlos con mi odio y estas manos que quisieran estrangularte. Manejé precariamente por una avenida llena de bares a donde solíamos ir, buscando tu silueta en el pasado. ¿Y sabes qué? Te encontré. No eras tú, por supuesto, pero el parecido era idéntico. Salió de uno de los bares en compañía de otras dos chicas. No podía creer lo que mis ojos veían. Tras meses de no verte, supe que tenía que hacer algo, aunque no sabía qué. Se despidió de sus amigas y caminó por una calle aledaña, quizás en dirección a su casa. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana. No había gente, los negocios estaban cerrados, el tránsito vehicular era nulo a excepción de unos cuantos taxis en la avenida principal y de mí. La chica debía ir ebria, lo noté por su caminar ondulante y por sus brazos lánguidos, rendidos ante el cansancio de haber bailado toda la noche con sus amigas. Me mantuve a una distancia prudente, observando su forma de caminar, comparándola contigo en cada aspecto. No quería dejar de verla, eso me fue claro. Apagué mis luces y me acerqué más a ella. Apenas y volteó en mi dirección sin prestar mucha atención. Cuando llegó a un tramo que no estaba iluminado por las farolas de la calle, supe que tenía qué actuar. Juro que ni siquiera lo pensé. Mi corazón latía deprisa, el alcohol en mi sistema me dio el siga. Tomé la llave de cruz y abrí la portezuela de mi automóvil. Mi cuerpo tenso, mi mente en blanco. Me acerqué a ella y la llamé por tu nombre, confundido como estaba. Apenas giró en mi dirección, recibió un golpe contundente en la sien que la hizo caer al suelo. No tuvo oportunidad de gritar en busca de auxilio. Verla en sobre el suelo hizo que me paralizara. Tiré la llave de cruz, muerto de miedo. ¿Qué era lo que acababa de hacer? Abrí la cajuela del coche, tomé a la chica en brazos y la puse dentro. En mi prisa por irme, olvidé recoger la llave de cruz del suelo.

Presa del pánico, traje su cuerpo a casa y la oculté en el sótano. No sabía qué más hacer: ataqué a una completa desconocida sólo porque se parecía a ti, y además la traje a casa. Dejarla libre no era una opción, hablaría con la policía y encontrarían la barra de cruz con mis huellas dactilares, podría ir a la cárcel por secuestro. Me quedaba sin opciones. Lo primero que hice fue atarla a una silla y amordazarla para silenciar sus gritos cuando recobrara el conocimiento. Seguía con vida, chequé sus signos vitales, pero no reaccionaba. Debí golpearla con demasiada fuerza. La paranoia me jugó un mal rato: pensé en helicópteros sobrevolando la casa, patrullas que llegaban desde todas direcciones con sus escandalosas sirenas; todos los policías con pistolas en mano, apuntando a puertas y ventanas esperando a que yo me asomara para darme un tiro certero entre los ojos. Nada de eso sucedió.

Los minutos transcurrían con lentitud, el aire me faltaba, no sabía qué hacer. Me tumbé en el suelo, a tan sólo unos metros de la chica. Juro que eras tú y no ella quien estaba en esa silla. Su cabello castaño caía al igual que el tuyo sobre su frente. Su mandíbula, los pómulos, las cejas... toda ella me recordaba a ti. Entré en un estado psicótico, pensando en voz alta cuáles eran mis opciones. Te culpé de todo lo que estaba sucediendo. Era tu culpa, claro que sí. Entonces me sentí sumamente furioso contigo, todo se estaba yendo al carajo y a ti no te importaba. La tomé por los cabellos y levanté su rostro para verlo mejor bajo la luz. Una sonrisa maligna se dibujó en mi semblante. No podía hacerte daño a ti, pero sí podía hacérselo a ella. Le di una bofetada con todas mis fuerzas. De no ser porque la sujetaba del cabello, se habría caído al suelo. La joven despertó, abrió los ojos en súbito terror, tratando de explicarse dónde estaba. Fue hasta que me vio a mí, y se percató del lugar en el que se encontraba, que intentó gritar con todas sus fuerzas. Pero la cinta cumplió su propósito y silenció su horrendo berrido.

Perdí el miedo que me había invadido tan sólo unos momentos atrás. La excitación, la adrenalina, era  bombeada a todo mi cuerpo haciéndome sentir más poderoso y fuerte que en mucho tiempo. Me sentía en control. Tenía una oportunidad excelente al alcance de mis manos, sólo bastaba que estirara el brazo y la tomara. Mi decisión ya había sido tomada. Seguí golpeando a la chica en el cuerpo, brazos y piernas. Donde fuera menos en el rostro, pues sólo la quería porque se parecía a ti. Le grité todo aquello que te reclamaría a ti. Incluso llegué a hincarme y llorar a sus pies mientras la llenaba de besos y caricias llenas de arrepentimiento. Le pedí perdón, y le urgí a tu reemplazo por una salvación. La chica no podía mantenerse consciente por más tiempo. Yo también estaba agotado. Recuerdo que subí a darme un baño y dormí un par de horas. Descansé como en mucho tiempo no había tenido oportunidad de hacerlo. Descubrí que eso era lo que necesitaba para sentirme bien, para alcanzar ese grado de serenidad aun estando en medio de una tormenta. Desperté sintiéndome mejor a eso del mediodía. Para evitar problemas en el trabajo, llamé a la oficina y me reporté enfermo. Tenía el día libre para mí y para mi invitada especial: tú.

Me sentí sumamente nervioso al tener que bajar a donde estaba su cuerpo. La noche anterior la molí a golpes bastante rudo y tenía curiosidad por ver cómo se verían sus heridas. Fue hasta que me agaché junto a su cuerpo que vi que ya no se movía, ya no respiraba. La maté a golpes y ahora todo estaba perdido. ¿Qué iba a hacer ahora con su cuerpo? ¿Cómo me desharía de él? ¡Maldita seas! Fue por ti que me metí en este lío. Si no te hubieras ido, no tendría la necesidad de hacer estas cosas. El mundo colapsaba sobre mi cabeza. Me pregunté qué sería lo que haría a continuación. Esa fue la primera vez que me encontraba a solas con un cadáver. Claro, uno los llega a ver en funerales, pero no hablo de la misma cosa. El olor comenzaba a hacerse evidente y un par de moscas saboreaban su piel muerta a placer. Tenía que hacer algo pronto, de lo contrario la situación se complicaría más. Mi cabeza estaba hecha un lío y una imperante migraña me taladraba los sesos. Pensé en golpear mi cabeza contra la pared si es que eso ayudara a que se detuviera. Perdí el control y comencé a patear el cadáver. Por su boca, a través de la cinta, escurría la sangre escarlata. Su rostro no mostraba expresión alguna, justo como el tuyo en los días previos a dejarme.

Las lágrimas corrían por mis ojos. Subí las escaleras en dirección a la cocina y tomé un cuchillo largo y filoso que pudiera saciar mi ira contra ti. Le arranqué la camisa y el brasier para dejar su tórax al descubierto. Estaba amoratado por las golpizas de anoche y hoy. Tomé el cuchillo y presioné su punta contra la piel, deslizándolo firmemente por sobre su piel desnuda. Es curioso que cuando uno se corta, la sangre no brota instantáneamente, sino que tarda unos instantes en dibujar su rojo trayecto. No fui así de delicado con su cuerpo. A medida que avanzaba, presionaba con más fuerza, sorprendiéndome del nivel de resistencia que opone la carne al cercenarse. Quería hacerle daño, hacerte daño. Nunca olvidé que se trataba de otra y no de ti, pero para mí no existía mucha diferencia, no en ese momento. La apuñalé en los pechos y sobre el corazón más veces de las que puedo recordar, bañándome con su sangre a medida que la navaja entraba y salía, salpicándolo todo. Las cosas brillaban con mayor intensidad: la lámpara sobre nosotros, su néctar carmesí brotando de las heridas, sus moretones nebulosos. Quizás deliraba, quizás todo era una sucia broma de mi subconsciente y en realidad me encontraba durmiendo en cama. No fue así. En un último acto de violencia contra su cuerpo, atenté contra aquello que la hacía parecerse a ti. Aquello que la personifica y la diferencia del resto, al igual que tú. Fue por esto que me metí en tantos líos, para poder quedarme con algo que me recordara a ti. Mis manos temblaban a causa de la excitación, no me podía contener. Tracé un sendero desigual pero efectivo sobre su piel, la navaja penetró unos milímetros antes de topar con el hueso del cráneo. Una vez que terminé de hacer el corte alrededor del rostro, introduje mis uñas por debajo de sus mejillas para jalar la piel con la suficiente firmeza para desprender la piel del cráneo sin que se fuera a estropear. La sensación al arrancar la piel fue todo un éxtasis. Me sentí desfallecer al arrancar el último centímetro de piel sangrante y fría de ese cuerpo inmundo.

Por fin te tenía para mí, aunque fuera con el rostro de otra mujer. Subí las escaleras con el rostro ensangrentado entre mis manos. La sangre escurría por mis dedos, causando un hormigueo que me complacía y regocijaba. Me sentí tranquilo, sereno. Al fin había encontrado algo que me brindara confort en esta mierda que es mi vida. Enjuagué la cara en el lavabo de la cocina, la guardé en una bolsa plástica y la metí en el congelador, regalándole un último vistazo antes de cerrar la puerta y regresar a mis deberes. Sin el rostro, el cuerpo de la chica no tenía ningún otro uso para mí. Envolví el cuerpo con bolsas plásticas de basura negras, y esperé a que fuera de noche para meterla nuevamente en la cajuela de mi coche. Manejé a las afueras de la ciudad para tirar el cuerpo en algún lugar lo suficientemente remoto para no ser encontrado por curiosos.

La paz que había conseguido se esfumó a los pocos días. De pronto me sentí al borde del colapso. Sentí que todo mundo sabía que había hecho algo terrible. Como si tuviera escrita en la frente la palabra “asesino”. No, nadie sabía lo que hice, pero mis delirios dictaban otra cosa. Todos los días compraba los periódicos de circulación local para saber si ya habían dado con el cuerpo. Incluso compré el periódico amarillista por excelencia, donde suelen publicar crímenes escabrosos y absurdos: nada. Esa quietud me aterrorizaba todavía más. Intenté ocultar mi culpa al ser solícito con todos en el trabajo, tratando de mostrar una buena cara, la cara de un inocente. Creé una máscara para ocultarle al mundo el monstruo en el que me convertí. Me dije a mí mismo que sólo fue cosa de una ocasión, que con lo que tenía de ti me bastaba. O eso creía. Barnicé el rostro de aquella chica para preservarlo del deterioro del tiempo. Fue mi posesión más preciada, mostrándola con orgullo en esta misma pared. Podía pasar horas observando aquel rostro flotando en lo alto de la pared. Al menos sabía que dentro de mi alcoba todo era paz, que aunque el mundo fuera caótico detrás de esa puerta, aquí encontraría calma y bienestar. No dejé de alcoholizarme, tampoco dejé de rondar las calles en mi automóvil. Aunque por esos días me convencía a mí mismo que tal evento no se repetiría, que todo estaría bien siempre y cuando concentrara mi atención en mis nuevas fantasías y en aquel rostro. Lo contemplaba por horas, charlando con él como lo hago contigo, recordando buenos tiempos, como cuando  nos casamos y éramos felices.


Fui ingenuo al creer que las cosas continuarían de ese modo. La bestia no había muerto, tan sólo estaba dormida. Las fantasías ya no me satisfacían y mi odio resurgió con más fuerza, convirtiéndose en una parte fundamental de mis pensamientos y mi humor. Estaba muy irritable, con ganas de arrasar con todos como un tornado F5. Tuve que hacer gigantescos esfuerzos para no arrojarme encima de una secretaria incompetente, y agarrarla a bofetadas. Quería matarlos a todos. Entonces salí nuevamente a las calles, rondando ya no sólo como espectador, si no a la búsqueda de una nueva chica que encajara con mis gustos, que se pareciera a ti. En esas ocasiones iba preparado para no cometer los errores de mi primera vez. Tardé un mes en encontrar a la indicada, una estudiante de universidad que pedía aventón en la carretera. Aquí es donde entras tú, querida. Llegaste a mí en el mejor momento. Me aliviaste de la furia que me consumía las entrañas. Ahora estarás conmigo hasta que la ira se haga presente nuevamente y tenga que salir a rondar las calles en busca de otra como tú. Lo que no logro decidir es si cambiar el rostro anterior por el tuyo, o conservar a las dos en la pared frente a mi cama. Puede que la compañía de ambas me sienta bien, yo tampoco quiero alejarme de ellas.

viernes, 17 de octubre de 2014

Luna Roja


Es la mitad de la noche. La habitación está en penumbras. Apenas alcanzo a distinguir el ventilador que gira en el techo sin hacer el menor ruido. No recuerdo qué soñaba antes de despertar. Intento recordarlo pero hay una terrorífica sensación que evita que me concentre en ello. Cierro los ojos y respiro profundamente. Es esa misma sensación la que me despertó y sobre la cual me niego a saber qué es lo que la ocasiona. Espero no haberme orinado en la cama. Cuando era niña solía rezar antes de dormir. Ahora rezo porque no sea lo que temo.

Tengo doce años, ya no estoy en edad de mojar la cama, ¿por qué tendría que suceder ahora? Mamá va a estar muy enojada si se entera de esto. La última vez que lo hice, el dolor en el trasero por las tundas me duró por dos semanas. Cinco años desde mi último accidente. ¿Por qué ahora?

Se siente frío y húmedo. ¡Dios, qué pena! Cuando froto mis piernas la sensación se hace más evidente. Está pegostioso, como si ya se estuviera secando. ¿Cuánto tiempo habré estado durmiendo sin darme cuenta? Esto definitivamente no es agradable. Tal vez debería levantarme y cambiar las sábanas por unas limpias, sólo espero que mamá no despierte y vea lo que hice. La puedo escuchar ahora mismo: “¿Otra vez, Rebeca? ¿Otra vez te orinaste en la cama?” Y por supuesto, el lacerante cinturón esperando golpear mi trasero hasta dejarlo tan rojo como la navidad.


Hago la sábana y la cobija a un lado. Será peor una vez que esté seco, pero no quiero levantarme y ver mi “chistecito”, como lo llamaría mamá. Supongo que no tiene sentido seguir postergando lo inevitable. Me pongo de pie y camino hacia el interruptor intentando no tropezar con el desorden que es mi habitación. Enciendo la luz arrepintiéndome de haberlo hecho. Mi cama parece la escena de un grotesco crimen. Desearía haberme orinado…

lunes, 13 de octubre de 2014

Ella



Anoche hicimos el amor. La hice mía y yo me entregué a ella sin reservas. La luna se derramó sobre nosotros, cálida y reconfortante. No hubo más juegos, no más preámbulos. La recorrí por cada rincón, haciendo míos todos sus secretos, interpretando todos sus silencios, sus suspiros, dejando partes de mí a lo largo del camino. No dejé que mis dudas empañaran mi entrega. La lógica se quedó fuera de nuestro trance pasional. Mis dedos fueron los pioneros que recorrieron y descubrieron cada poro de su marmórea textura. Registraron a su paso cada ruta posible que me llevara a perderme en lo breve y fértil de su extensión.

Me dejé guiar por sus pausas y ritmos sin considerar mis instintos. Ella marcaba el paso y yo la seguí de la mano, ciego como estaba. Coqueteaba, me susurraba al oído lo mucho que nos divertiríamos. Incluso me reprendía con ternura cuando algo no la satisfacía. Cedí por completo a sus mandatos y deseos, perdido en el éxtasis provocado por lo que sucedía ante mis ojos.

Jamás olvidaré la primera vez que posé mi atención en ella. El sólo recordarlo puede hacer que sonría como bobo por horas. Fue así: Una suave neblina de nicotina flotaba sobre mi cabeza. Parecía empeñarse en metaforizar, acertadamente, mi estado mental de esos días: opaco, cancerígeno, finito. Había pasado por una época estéril en la cual nada me satisfacía. Ni la música, alcohol o drogas, lograban conciliar mi espíritu. Temí estar muerto y que nadie se hubiera percatado de ello. La mesera retiraba las botellas vacías cuando se acumulaban de par en par en una esquina de la mesa. Tan sólo tenía que pedir otra, para que ella se llevara los cascarones del tiempo consumido, perdido. La cerveza no sabía bien, la música entraba a regañadientes por mis oídos, la futilidad lo abarcaba todo con cruel descaro.

Pensé que lo mejor sería pagar, e irme al terminar mi bebida. Llamé a la mesera para pedirle la cuenta, pero antes de poder hacerlo, algo se cruzó por mi mente. No supe qué fue, pero pedí una cerveza en lugar de la cuenta. ¿Qué fue lo que cambió? Tal vez fue el reconocer a Bowie en las bocinas, o quizás un cambio en la atmósfera. Inspeccioné el bar con detenimiento, intentando alejarme de mis fatídicos pensamientos. Sólo veía rostros desconocidos, amorfos ante mi indiferencia, iguales a tantos otros. Mi mirada llegó a la barra. Fue ahí que la descubrí, cómoda y sonriente, inadvertida de mi mirada contemplativa. Estaba atónito. ¿Cuánto tiempo había estado ahí sin haberme percatado de su existencia? ¿Cómo es que jamás me había cruzado con ella en la acera? 

Traté de disimular la sorpresa y la alegría que surgía en mí poco a poco. Se veía hermosa, sin duda lo era. Me pregunté cuál podría ser su nombre, ¿cómo nombrar algo tan majestuoso? Alejé mi vista de su figura, no podía quedarme como idiota, contemplando posibilidades, saboreando el potencial que podríamos alcanzar juntos. Debía tranquilizarme, lo único que quería era acercarme a ella, conocerle a cada detalle, escucharla y conversar hasta que no quedara nada más por decir.

Me enamoré, esa es la verdad. Por fortuna logré salir de mi estupor, dejé atrás los nervios, y me atreví a preguntar su nombre. Desde esa noche me fue imposible sacarla de mi cabeza. Su nombre no me bastaba, quería conocerla a ella como concepto, como algo palpable, develar su ser de todo mito e ilusión. En vano intenté acercarme a ella en más de una ocasión. Era tantas mis ansias, que lo único que logré fue sentirla más lejana, como el psicótico que persigue un espejismo utópico. Ella era un río y yo sólo podía escuchar el eco de sus aguas.

La encontraba a donde quiera que iba. Me divertía pensar en aquello que sería propio de ella, en su andar, en su risa, en la postura orgullosa que mostraba al pasearse por mi mente. Tal como la vi por primera vez... Es cierto que no era la primera vez que me pasaba. En más de una ocasión he recorrido los senderos de la obsesión.

Nuestras charlas eran breves y apresuradas. Ella iba y venía, yo esperaba. Lentamente fui dibujando un trazo de aquello que la conformaba. Aún no conocía el panorama completo, pero sabía que sería mejor que cualquier cosa que yo llegara a imaginar. La confianza aumentó y me vi más osado en mostrar mi interés. No tenía motivos para fingir ser paciente, conocerla se volvió imperativo.

En ocasiones me sentí falto de esperanza, derrotado, persiguiendo una ballena blanca por el infinito océano. Quizás nada de lo que hacía tenía sentido. La demencia llamó a la puerta y yo no me decidía a abrir. Sufrí, es cierto, aunque las pequeñas victorias eran las que le daban razón a mi búsqueda. Una frase bien colocada, palabras precisas, guiños y cursilería disfrazada, todo esto le encantaba. Día tras día me permitía conocerla un poco más. Yo estaba maravillado, no quería apartar la vista.

Ella debía saberlo, pues se tomaba el papel dominante muy en serio. “Esto, aquello, aquí”, cedí el control por la recompensa suprema. A veces callaba, era esquiva o se ocultaba tras un velo. No habría de ser sencillo con ella, así no sería divertido. Jugaba gustoso a las escondidas, me encantaba poder encontrarla en cada ocasión. Nos descubrimos afines, compartiendo más de un modo de pensar, de sentir. La melodía que desprendía de su cuerpo me envolvía con fuerza, haciéndome danzar según su humor.


Finalmente, llegó el momento de declararle mi amor. De entregar la correa y rendirme a su voluntad. Rió, se mostró enternecida, y decidió hacerme una confesión: aquella sería la noche en la que se entregaría a mí. Volvimos corriendo a mi casa del bar donde nos conocimos por primera vez, esquivando charcos, gritando como primates bajo una lluvia suave. Nos quitamos la ropa húmeda con el pretexto perfecto para entrar en calor. Su cuerpo se me presentó como una revelación del porvenir, tan claro y blanco como la luna. La sensación era tan poderosa que hizo crecer la marea, arrasando todo lo que creía haber conocido sobre ella. Anoche hicimos el amor. La hice mía y yo la escribí sin reservas.

viernes, 8 de agosto de 2014

Too little too late


Hace unos meses me preguntaste si te amaba. No hubo necesidad de que pronunciaras palabras atropelladas por el miedo o la vulnerabilidad. Sólo bastó tu mirada, aquellos ojos que se fijaron en mí, suplicantes por un gesto de amor o de cariño tibio. Cualquier tipo de respuesta habría estado bien de mi parte: un beso en la frente, un abrazo, tan siquiera la insipidez de una sonrisa forzada. No di respuesta alguna, me quedé congelado como el niño que mira la oscuridad de su habitación, invadido por el temor y la duda.

En ese momento supe tan bien como tú que el futuro, nuestro futuro, desapareció con el brillo en tus ojos. Se derrumbó con tu sonrisa, con la mueca de dolor y humillación que te fue imposible de ocultar.

Traté de esconder mi vergüenza y el terror que sentía. En su momento no pudiste comprenderlo, ni yo expresarlo. ¿Cómo podía? Me pediste algo que me era imposible dar. No estaba listo para ello. Estaba cómodo con lo que teníamos: nada serio, sólo éramos un par de amantes disfrutando de nuestra compañía, del calor y elasticidad de nuestros cuerpos.

Era algo nuevo, no supe en qué momento se volvió insuficiente. Pero, ¿a dónde quería que todo esto llegara si nunca pensé ir más allá? La comodidad me cegó, no vi motivo para dar ese paso a algo mejor. Fue esa inmutabilidad la que nos destruyó. No intento evitar responsabilidades. Fue mi culpa, estoy consciente de ello.

Aquella primera vez sigue presente en mi memoria. Creo que siempre lo estará. Me recuerdo temblar ante tu cuerpo ceñido al mío, atraído por un magnetismo feroz. Estábamos solos. No había nada más por pretender. No ante los demás, no ante nosotros mismos.

La cercanía de tu cuerpo, tu calor, tu aroma, tus labios carnosos entre mis dientes, el sabor de tu saliva, el magma que corría por nuestras venas al ceder al deseo, todo eso me demolía por dentro en un maremoto de sensaciones. Yo temblaba, tú reías enternecida. No podía evitarlo, tu piel entre mis manos me hizo estremecer. Y pensar que esperé tanto a que sucediera.

Toda experiencia que compartimos fue sorprendente. Tenía que ser. Me adapté a ti y tú a mí como si nos conociéramos de años atrás. Como si hubiéramos esperado una eternidad para probar nuestros cuerpos, para volvernos uno solo con cada respiro que tomábamos.

Me hinqué ante las puertas de tu templo, pidiendo clemencia al tiempo que exigía ser amo y maestro. Adoré tu cuerpo como al santuario de una diosa que quería profanar, saquear, poseer y habitar hasta morir apresado entre sus ruinas.

No fue suficiente, nunca lo fue. Me conformé con lo que tenía cuando tú ibas por más. Ante las expectativas de cada uno, era obvio que el final llegara eventualmente.

Me separé de ti pensando que sería lo mejor. No había motivo para que te detuvieras por mí, no tenía derecho a retenerte. Como es usual en mí, traté de ver las cosas desde un punto de vista racional. Y como es usual, el resultado fue catastrófico.

Fue después de un tiempo que me di cuenta que había pasado por alto algo sumamente importante, algo crucial: te necesitaba. No sólo por las endorfinas que liberabas en mí durante el sexo. Ni tampoco por todos aquellos magníficos detalles que tenías para conmigo. No. Había algo más. Algo que en su momento no vi y que se transformó en un pensamiento imperante tras decirnos adiós.

Eliminamos todo contacto. No había más por decir. Y de haberlo, ninguno de los dos cedió. Pensé que era lo mejor, incluso cuando descubrí lo que en verdad sentía. Por eso mantuve la boca cerrada, aún si eso significaba tragarme todo lo que tenía por decir.

Vi pasar los días, las semanas. Algo dentro de mí se negaba a permanecer sedado por más tiempo. Estaba perdiendo la cordura y no había nada que pudiera hacer al respecto. Lo mejor era tragar saliva y aceptar las consecuencias de mis decisiones. Para ese punto, lo racional que tenía se había ido por la alcantarilla, ya nada tenía sentido.

Pensé en escribirte una carta explicándome. Dándote razón de lo que hice, de todo lo que no hice. Aún recuerdo el ataque de risa que me dio al leer que falleciste en un accidente automovilístico en compañía de tu novio. Llovía, él conducía muy rápido, no tuvo tiempo para reaccionar, nada pudo hacerse. No pude protegerte. Todo se perdió y dentro de mí las ruinas se vuelven imposibles de soportar. Me hundo junto con ellas hacia el abismo.

Después de todo sí escribí esa carta que me prometí darte algún día. Sé que de nada servirá, que nada cambiará. Tú estás muerta y yo me siento igual.

Al menos puedo verte una última vez…

Es una maravilla lo que han hecho con tu rostro. Apenas se perciben los golpes en tu frente y en tu mejilla derecha. Sé que no debería tocarte, pero siento la necesidad de tener una de tus manos entre las mías antes de despedirme, antes de poner mi carta sobre tu regazo y marcharme para no verte más.

Detrás de mí escucho la conmoción de gente llorando, lamentándose. Yo lo único que puedo pensar es en todas las veces que tuvimos sexo mientras usabas este vestido. Nadie sabe quién soy. Apenas y conocí a algunos de tus amigos. Tus padres no me recuerdan. Es como si sólo hubiera sido una sombra con la que cruzaste camino en alguna ocasión, sin que haya dejado huella alguna en tu vida. Nadie sabe quién era yo para ti.

No quiero separarme de tu ataúd. Una vez que me aparte no habrá marcha atrás. Entonces no pasará mucho para que sólo seas un recuerdo, y finalmente, la impresión de un sentimiento que quedó atrapado en mi estómago, alojándose en mis entrañas, de donde jamás saldrá. Se convertirá en una parte de mí aunque tu cuerpo se convierta en el alimento de mil gusanos, y no pueda recordar tu rostro al cerrar los ojos.


domingo, 1 de junio de 2014

El lobo y la liebre




La pequeña y tierna liebre se encontraba dando brincos por el bosque, feliz e inadvertida. De pronto, se topó con un lobo que tenía el hocico cubierto de sangre fresca. La liebre, curiosa y fascinada, se acercó a él sin importarle el peligro. Al ver acercarse a la liebre, el lobo le preguntó:

     - ¿Qué crees que haces, dulce liebre? ¿Acaso eres suicida, o sólo muy idiota? ¿No te enseñaron a mantenerte lejos de quien puede comerte?

La liebre tragó saliva, y tras meditar un poco, le hizo una pregunta al lobo desde lo más profundo de su corazón:

      - ¡Oh, gran lobo! ¡Fuerte, majestuoso y feroz! ¿Qué es lo que hace que todos te teman cuando te ven?

El lobo frunció el ceño, extrañado. No esperaba escuchar tal pregunta del lindo hocico de un herbívoro. Con la sangre de su última víctima aún goteando de su hocico, el lobo decidió responder, en lugar de matarla.

     - Todos saben que no hay bestia más feroz y letal que yo por estos bosques. Soy el depredador que obliga a todos a guardarse temprano, al que todos temen. Soy el motivo por el cual rezan a la Madre Naturaleza en busca de protección.
     
          - Dime, gran lobo, ¿qué podría hacer yo para ser tan peligrosa como tú?

Al lobo le tomó un momento procesar la pregunta de la pequeña liebre, tan blanca y pura como la nieve, antes de carcajearse y llorar a causa de la risa.

     - ¿Quieres ser tan peligrosa como yo, el gran lobo depredador? Te perdonaré la vida sólo por haberme hecho reír así, criatura inferior. Ahora márchate, que no me gusta platicar con la comida.

La liebre se marchó con un dolor en el pecho. Su ego fue herido por el lobo y su risa desconsiderada. Al caer la noche, cuando todos dormían, la liebre masacró a sus padres, hermanos, primos y sobrinos. Una familia de cuarenta y ocho liebres descuartizadas y mutiladas. La liebre, entonces, corrió a pedir el auxilio de los animales del bosque. Del más grande, al más pequeño, todos escucharon su historia, sintiéndose indignados y asqueados por tan atroz crimen. Incluso los osos se sintieron enfurecidos por tan cruel acto de violencia, rugiendo a todo pulmón, que un depredador no tiene necesidad de asesinar sin motivo. Liebres, venados, aves, osos, ardillas y zorros, se dirigieron en busca del lobo.

La red de búsqueda rindió sus frutos. Cuando al fin encontraron al lobo, los osos le cerraron paso y, junto con el resto de los animales, lo asediaron hasta la cueva donde vivía. El lobo, asustado por ver a los animales del bosque cazándolo con tal ahínco, gritaba preguntando el significado de lo sucedido. Los animales gritaban: “¡Asesino, asesino!”, una y otra vez. Entonces, de entre la multitud de animales, surgió la pequeña y tierna liebre con la que había platicado el día anterior. Al reconocerla, el lobo se sintió sumamente confundido. Por tal motivo, el zarpazo de un oso recibió.

Malherido y atolondrado por el golpe, vio a la liebre acercarse hasta él.

     - ¿Por qué me atacan estos animales? ¿De qué crimen se me acusa, si soy un depredador, un animal como todos los demás? ¡Mis actos corresponden únicamente a mi naturaleza!

La liebre sonrió mientras se acercaba al lobo, salto a salto, para decirle unas últimas palabras a su oreja ensangrentada.

     - ¿Qué se siente ser ahora la víctima, la presa indefensa? ¿Disfrutaste de ser la criatura más peligrosa del bosque? No debiste burlarte de mí, canino insolente.

La liebre se apartó del lobo, saboreando la expresión de perplejidad de éste. El lobo observó a la liebre tomar una roca entre sus patitas, y comenzar a golpearlo en el cráneo hasta que sólo hubo oscuridad y silencio. Hasta que sólo quedó una masa de sangre, pelos, sesos y huesos. Hasta que su sed de sangre se hubo saciado, y los animales del bosque se sintieran henchidos de justicia.

miércoles, 2 de abril de 2014

Gemelos

I.

El gobernador se pasea de un lado a otro por su oficina. Hace tres días que sus dos hijos de diez años desaparecieron sin dejar rastro. Su esposa le habla cada hora para preguntarle, en medio del llanto, si ya sabe dónde se encuentran sus niños, sus bebés. Cada vez que esto sucede, él debe explicarle que la búsqueda está tardando, pero ya casi los encuentran. Le miente a su esposa para mentirse a sí mismo. Sabe que sus hombres no tienen ni idea de dónde se puedan encontrar sus hijos.

Tocan a su puerta y él la abre exaltado, deseando sea un milagro. Su secretaria lo mira con preocupación mientras le entrega una carta que acaba de llegar. El gobernador se molesta. Arrebata la carta de la mano de su secretaria, y le ordena que no le transfiera ninguna llamada a menos que sea su esposa, o el director de Seguridad Pública. El gobernador está a punto de cerrar la puerta, cuando su secretaria le pregunta si está listo. Esto lo desconcierta. 

-       ¿Listo para qué?- pregunta irritado.
-    Para su conferencia de prensa, señor. ¿Recuerda? Dará un informe sobre el alto índice de homicidios violentos a mujeres en la entidad a la prensa local y nacional.
-       Puta madre... ¿es hoy?
-       Sí, señor. Dentro de una hora.

El gobernador cierra la puerta con pesadumbre, se pregunta por qué todo esto tiene que pasarle a él. ¿Cómo va a ser capaz de dar la conferencia de prensa, si tiene a sus hijos en la cabeza? Repara en el sobre entre sus manos. Lo inspecciona por ambos lados, no tiene ninguna dirección anotada, ni sellos oficiales. Tan sólo dice: “Para El Señor Gobernador”, escrito a máquina. Camina hasta su silla y se sienta tras su escritorio, abre el sobre y extrae una hoja doblada en tres partes. Extiende la hoja ante sí como si fuera publicidad basura. Hay huellas dactilares del tamaño de las de un infante, hechas en un tono rojo parecido al de la sangre. Aparecen debajo del mensaje, a modo de firma. Le sorprende ver que el mensaje fue mecanografiado. Los locos que suelen escribirle cartas siempre imprimen de computadora. Se coloca sus gafas y lee:

"Me resultó de pésimo gusto que no recordara los nombres de esas dos víctimas. Es casi como si no le importaran. ‘Qué más da que haya confundido sus apellidos?’, pensará usted. Pues bien, yo no puedo pasarlo por alto puesto que fui cercano a ellas. Más cercano que cualquier otra persona, se podría decir. Le ayudaré a no cometer el mismo error dos veces.”

Ese era el mensaje. El gobernador hace memoria. Recuerda lo abochornado que se sintió cuando se mofaron de él en twitter por confundir los nombres de dos mujeres que fueron asesinadas de forma brutal hace tan sólo tres meses. Aplasta la hoja entre sus manos y la tira a la basura. No tiene tiempo para cartas ni mensajes absurdos. Día con día, el gobernador tiene que lidiar con llamadas y cartas de gente inconforme. Es normal que algunos inconformes sean más intensos que otros. Abre el primer cajón a su derecha, toma un documento, y estudia lo que dirá en la conferencia de prensa."


II.


Tras la conferencia de prensa, el gobernador regresa a su despacho preguntando a su secretaria si ya saben algo sobre el paradero de sus hijos. Su secretaria responde un doloroso no. El gobernador se siente exhausto, derrotado, pero no puede permitir que lo vean en ese estado. Maldito sea su trabajo y la imagen pública. Sin decir más, entra a su despacho con el ánimo hecho polvo. Dentro, se topa con una gran caja de madera postrada a la mitad de la habitación. Llama a su secretaria y pide una explicación a tremendo paquete. “Mandaron la caja desde León. Un joven la trajo cuando usted estaba en la conferencia”, responde ella.

El gobernador no tiene tiempo para lidiar con tonterías, sus hijos desaparecieron, nada es más importante para él. Dirige una mirada de odio a la caja, preguntándose quién fue el imbécil que le mandó un paquete tan grande. Examina la caja por los costados antes de abrirla. Hay una bolsa plástica adherida a uno de los lados con una nota dentro. Rompe la bolsa con los dedos y extrae la hoja. En esta hoja también hay huellas dactilares rojas a modo de firma. El gobernador camina a su escritorio por sus gafas. Se pregunta hacia dónde se dirige todo esto. Regresa a un lado de la caja mientras se coloca los lentes. Con la misma letra mecanografiada, se lee:

“No tenía contemplado darme a conocer de este modo, pero es necesario que usted aprenda una lección. Algunos dirán que es una locura, pero es así como me gusta hacer las cosas. Le recuerdo que esto viene de su error garrafal el mes pasado. Algunos lo encontraron gracioso. Eso es imperdonable. Todos deben aprender la lección, tarde o temprano. Ahora le tocó a usted. Antes eran dos, y ya no se sabe cuál es cuál. Arme las piezas, fíjese bien, no vaya a ser que en su parecido, no sepa quién es quién.”

El gobernador no comprende el mensaje. “¿Qué es lo que este imbécil trata de decir?”, se pregunta. Se encuentra a punto de abrir la caja, cuando entra una llamada. Se apresura en responder, pueden ser buenas noticias. Descuelga el teléfono, llaman desde su casa. Su esposa recibió un paquete, al igual que él. Consternada por el contenido del mensaje, decidió llamarle a él antes de hacer otra cosa.

-       No sé qué hacer, Rodolfo. De pronto llegó un muchacho en una camioneta y le entregó la caja a Rosario. La tenemos en el recibidor. Cuando leí la nota supe que tenía que hablar contigo inmediatamente.
-       Hiciste bien. ¿Qué dice la nota, mujer?- Su corazón se acelera, no puede ser coincidencia.
-       “Qué triste debe ser su realidad en estos momentos. Lamento tener qué hacerle esto a usted, ya que no tiene la culpa por los errores de su marido. Pero no se preocupe más, lo que más ama vuelve a su vida. Roto. Deshecho. Hecho trizas como un cristal que se rompe al caer al suelo. No llore por mucho tiempo, tiene muchas piezas qué juntar. Espero encuentre la paz muy pronto."

El gobernador trata de esconder el pánico que se acumula en su nuca y garganta, le pide a su esposa no hacer nada hasta que él la llame: “no es grave, pero no vayas a abrir la caja hasta que yo te diga que puedes hacerlo, ¿me entiendes?” El gobernador sabe que algo terrible está sucediendo. Se comunica con su secretaria y le ordena traer al director de Seguridad Pública a su oficina cuanto antes. Sus manos tiemblan, sudan. Toma una navaja de uno de los cajones, dudoso de lo que está por hacer. Se pone de pie y camina con temor hacia la caja. Una parte de él desearía no tener que hacerlo. Desaparecer y no saber del mundo. Rompe los sellos de la tapa con la navaja mientras intenta mantener la serenidad. Deja caer la navaja al suelo y levanta la tapa con mucho cuidado, tratando de contener el temblor en sus manos.

Tan pronto ve el contenido, el gobernador queda paralizado como por un rayo invisible. No grita. No llora. No hace el menor gesto. El cerebro del gobernador se apagó por cerca de un minuto. Recuerda un domingo cualquiera en un pasado impreciso. Salió de paseo con los gemelos al centro de la ciudad, les compró un helado a cada uno y un cono de chocolate para él. Los niños charlaban y reían felices. Hacía frío por esos días, pero el sol brindaba calor y confort. “¿Cómo llegué a esto?”, se pregunta antes de comenzar a sollozar ruidosamente. El temblor se hace más intenso, pero eso no evita que él dirija sus manos hacia el interior de la caja. El rostro de uno de sus hijos está dentro de una bolsa ziploc. La piel fue cortada de modo que parecieran las piezas de un rompecabezas. Hay más bolsas como esa. Piernas, brazos… todo cortado en partes pequeñas, irreconocibles. El vómito subió intempestivo por su garganta. Los cuerpos de sus hijos están hechos trizas, como las piezas de un cristal que se ha roto al contacto con el suelo.

Un último adiós




La abuela ha estado enferma. Se pasa noche y día tosiendo y quejándose en su habitación. El doctor dice que el medicamento no ha ayudado, las úlceras en su estómago se han propagado hasta su esófago. La abuela tose sangre y se retuerce de dolor.

- A nadie le importa si me muero. -Se queja- No me mires así, sabes que es cierto. Tu mamá preferiría que hubiera seguido el mismo camino que tu abuelo, en paz descanse. Ya ni siquiera viene a preguntarme cómo sigo, para ella soy una carga más, un lastre. De tu papá no quiero ni hablar, nunca le he agradado y peor ahora que he caído enferma, seguro que estará esperando el momento en que estire la pata para deshacerse de mí. No sé por qué Dios me mantiene sufriendo aquí en la tierra si no hay nadie a quien le importe un poco. La única que parece preocuparse por mí eres tú, querida, y ni siquiera puedes hablar.- Tose y puedo escuchar cómo se atraganta con su sangre, vomitándola entre violentos espasmos. La tos cede y la abuela luce más cansada que nunca. Toco su frente y me asusta pensar que la fiebre no bajará.

La abuela lleva un mes enferma. Cuando comenzó a mostrar los primeros síntomas todos en la familia se mostraron preocupados, tíos y primos por igual. Recuerdo que mamá me dijo que la abuela podría no sobrevivir a esa última estancia en el hospital. Mi madre y mis tíos no perdieron el tiempo y ya estaban viendo quién se quedaría con qué. Pero la abuela no murió en el hospital, como ellos creían que sucedería, en cambio se estabilizó y hubo que decidirse a casa de quién se iría para que la cuidaran. Para desgracia de mi madre, fue a ella a quien le encargaron cuidarla. Mamá no estaba contenta y puso mil excusas, pero ya que yo me ofrecí a ayudarle, terminó por resignarse.

Le digo a la abuela que todo estará bien, no tiene nada de qué preocuparse. Abre sus ojos cubiertos en lágrimas y me pregunta por Francisca. La fiebre se mantiene al máximo y de vez en cuando me pregunta por gente de su pasado, gente que no conozco. Ayer, por ejemplo, me preguntó por Justina, una amiguita suya de cuando tenía diez años. Por una hora me estuvo contando de los lugares a los que iban a jugar cuando vivía en la vieja casa del centro, de sus días en la escuela para señoritas a la que asistió... Todo esto entre ataques de tos que me hicieron pensar que no lo lograría.

La abuela se ha dormido. Aprovecho esta pausa para ir al baño y estirar las piernas. Son las seis de la tarde y la casa se encuentra en penumbras. Mamá y papá llegarán hasta pasadas las nueve. Voy a la cocina y me sirvo un vaso con leche intentando olvidar la conversación que tuve anoche con papá. 

Acababa de dejar dormida a la abuela cuando él me llamó desde el estudio. Mamá aún no llegaba, éramos los únicos en la casa además de la abuela. Me preguntó cómo seguía la vieja, como él la llama. Decidí mentirle y le dije que estaba más estable, que la nueva medicina parecía estar disminuyendo su dolor. No se alegró. Comenzó a quejarse conmigo sobre el precio de las medicinas, que ninguno de mis tíos da algo de dinero para todos los gastos que la vieja está generando, que lo mejor sería que la pobre vieja se muriera y dejara de sufrir. "Lo único bueno de todo esto", dijo, "es que a tu madre le tocan dos departamentos en la zona centro, quizás de ahí podamos sacar algo de dinero para recuperar algo de todo lo que nos ha costado." Le dije que tenía que ir a ver a la abuela y salí de ahí sin decir más.

Todos en la familia piensan que cuido a la abuela porque espero sacarle algo. Me llaman interesada, hipócrita, algunos de mis tíos me han llegado a confrontar preguntándome qué espero sacar de estar con ella todo el día, "el testamento ya está hecho, no ganarás nada haciéndote la mártir", me dijo mi tía Gloria. Nunca respondo a sus ataques y miradas llenas de desconfianza y rencor. No espero que ninguno de ellos lo comprenda, ni siquiera mis padres. Ninguno de ellos comprenderá que la abuela fue la única que estuvo para mí cuando yo era niña. Mis papás trabajaban todo el día y la única que parecía querer estar conmigo era la abuela. Ella me crió y me dio el amor que mis padres parecían incapaces de mostrar. Por eso es mi deber cuidar de ella cuando a nadie más parece importarle. Lo único que esos cerdos quieren es que se muera para que ellos puedan poner sus grasientas pezuñas sobre todo lo que posee. Ese es el motivo por el que ninguno de ellos comprenderá mi amor por ella y lo mucho que le debo.

-

La abuela ha mejorado, ya casi no tose y la fiebre ha disminuido. Me alegra verla con más vida, casi alegre. Mi madre fingió alegrarse por su recuperación, pero sé que por dentro se preocupa por los gastos de los medicamentos y porque la abuela no muera y ella no pueda recuperar nada de lo que ha gastado. La abuela también sabe esto, sabe que todos están sentados en primera fila, esperando el momento en el que ella muera para recibir su supuesta merecida herencia, por eso los trata a todos de manera seca, con recelo. A la única que le habla con normalidad es a mí, lo cual me ha causado problemas con el resto de la familia porque ahora que la abuela está mejor, temen que vaya a modificar su testamento. Eso les aterroriza, les asusta que me vaya a dejar todo a mí y que a ellos los deje en la calle.

La abuela me habla de irse a la playa cuando se encuentre mejor, quiere darse un buen baño de sol y ver el océano una vez más antes de morir. Bromea, ríe, es ella de nuevo. Me comentó que ha notado cómo me trata el resto de la familia, incluyendo a mis padres, le digo que no se fije, ya se les pasará, sólo están estresados por todo lo que ha sucedido. La abuela me toma de la mano y me promete que todo estará bien. De pronto, se le iluminó el rostro con una idea. Se le ocurrió que podría hacer una comida para todos en la familia. La idea me pareció estupenda y sería un buen motivo para convivir todos juntos. "Les mostraré que esta anciana tiene mucho por hacer antes de morir." Celebré esto último con ella e hice una lista de todas las cosas que tendría que comprar. "Lo primero será cocinar para tus papás, debo pagarles de algún modo que hayan tenido la cortesía de tenerme aquí en su casa todo este tiempo. Les haré un caldo de pollo como el que solía preparar, ¿recuerdas?" Tose y parece cansada. Le toco la frente y me asusto al ver que la fiebre ha regresado. Le doy su medicamento y le ordeno descansar un poco, yo me haré cargo de comprar las cosas para la comida del día de mañana.

Cuando era niña solía ayudarle a la abuela en la cocina. En esos días todos mis tíos iban gustosos a comer a su casa. La familia aún era feliz. La abuela era feliz. No sé en qué momento todos se volvieron tan fríos y avariciosos, siniestros. Pensar que alguien quiera que su propia madre muera para poder heredar dinero o una propiedad me causa escalofríos. Es cierto que la abuela no ha estado muy bien de salud en los años pasados, que se cayó de las escaleras y casi se rompe la cadera, pero ese no es motivo para querer que muera de una vez. Si la abuela muere me quedaré sin nadie a quien pueda llamar familia. Tengo a mis padres, claro, pero ninguno de ellos parece realmente interesado en conocerme o saber qué pasa en mi vida. No me preguntaron por mi nuevo empleo, o por cómo van las cosas con Octavio, mi novio desde hace tres años. Simplemente no les importa. Por eso es que no quiero que la abuela muera, no quiero quedarme sola.

Papá y mamá llegaron tarde, cerca de las diez de la noche. Los encontré en su habitación. Al contarles los planes de la abuela para preparar de comer, mi mamá se preocupó. "¿Cómo crees que se va a poner a cocinar en el estado en el que se encuentra?" A mamá no le agradó la idea, pero después de que papá la convenciera de que si la abuela se siente lo suficientemente bien para cocinar, la deje ser, ya no dijo nada. Papá estaba cansado de hablar siempre de la abuela, nos mandó a callar y dejamos el tema por concluido. Me emocionó la idea de cocinar una vez más con la abuela. Bajé a la habitación para contarle que mis padres estaban de acuerdo pero ya se encontraba dormida.

-

Al día siguiente fui a comprar todo lo que la abuela me encargó: vegetales, hígados y pollo. Cuando regresé a casa la encontré con la radio a todo volumen, escuchando salsa en una de las estaciones populacheras. Dejó la cocina reluciente y lista para que comenzáramos a preparar la comida. Mientras cortaba las calabazas le conté a la abuela de mis planes para el futuro, quizás trabajaría por un tiempo más antes de decidirme a estudiar la maestría, que requeriría mucho de mi tiempo. Le cuento de Octavio y de sus planes para casarnos en un futuro, le confieso que no me siento lista para el matrimonio, que a mis veinticuatro años no es algo que me traiga aprisa. La abuela me cuenta de cuando conoció al abuelo y sobre las cartas que le mandaba para enamorarla. La paso verdaderamente bien con ella. La abuela siempre ha tenido un grandioso sentido del humor. Me sentí como cuando era niña. Los ojos se me llenaron de lágrimas y comencé a llorar sobre las zanahorias. La abuela se acercó a mí por detrás y me abrazó tan fuerte como le era posible, diciéndome al oído que todo estaría bien.

-¿Por qué lloras, mi niña, no ves que tu abuela ya está mejor? Anda ya o me harás llorar a mí también, y ya sabes que me veo muy fea cuando lloro. Todo saldrá bien, pequeña. Después de hoy todo será diferente, lo prometo. Yo voy a mejorar y me encargaré de que la familia esté unida una vez más una vez más.

Cuando mis padres llegaron a casa, el caldo estaba listo. Nos sentamos los cuatro a la mesa y comenzamos a comer. Papá fue el primero en felicitar a la abuela por su sazón, después, mi madre nos contó una anécdota divertida que le pasó en el trabajo y todos reíamos y el ambiente era cálido. Por ese momento me olvidé de que la abuela estaba enferma, de que mi madre y mi padre preferirían que estuviera muerta, de que la vida es una mierda.

La abuela nos sirvió un segundo plato de caldo a mis papás y a mí. Los tres estábamos satisfechos pero no nos negamos cuando nos lo sirvió. La abuela bebía té y nos observaba comer muy atentamente con una sonrisa de satisfacción. Supuse que esa era la satisfacción que obtendrías al vivir por muchos años, la satisfacción que se siente al saber que dejarás hijos y nietos, de que todo ha valido la pena si es que has logrado sobrevivir hasta ese punto. Con esfuerzo logramos terminarnos el caldo, cuando mi abuela ya nos estaba sirviendo un tercer platillo que tuvimos que rechazar. Mi estómago comenzó a hacer ruidos extraños, al parecer el caldo me cayó de peso. Mis padres se levantaron de la mesa y se marcharon a su cuarto rápidamente. Yo no me sentía nada bien, el estómago me dolía tanto que me hacía doblarme sobre la mesa. Mi abuela se preocupó y me llevó a la habitación que compartimos para recostarme en la cama. Me dijo que iba por un vaso con agua para mí y salió de la habitación. Debió tardar unos quince o veinte minutos antes de regresar con el agua. Me dijo que mi mamá y mi papá estaban igual de enfermos que yo, el hígado que me vendieron debió de estar mal porque nosotros tres fuimos los únicos que lo comimos. Sentía que me iba a morir, el estómago no dejaba de dolerme como si alguien estuviera apuñalando mis entrañas. Lloré y le pedí a la abuela que me tomara de la mano. Ella se recostó a mi lado en la cama, abrazándome con fuerza, diciéndome que todo estaría bien y lo mucho que me ama.

Me encuentro empapada en sudor, con todo mi cuerpo retorciéndose a causa de los temblores. Siento que mi esqueleto se funde, no sé cuánto ha pasado desde que la abuela me recostó en la cama, cuánto desde que era yo la que la cuidaba a ella y no ella a mí. Todo da vueltas, nunca me había sentido tan vulnerable, tan desprotegida. La abuela se aferra a mí y me repite que todo estará bien. Me da un beso en la frente y me dice que tiene que ir a ver a mi mamá y a mi papá. Le pedí que no me dejara sola pero se separó de mí y salió de la habitación.




"Daniela, despierta. Daniela..." Abro los ojos y la abuela está sentada a mi lado. No sé cuánto tiempo estuve dormida. Tomo su mano y le agradezco que esté ahí para mí. Ella tose y me sonríe mientras se limpia la sangre con el dorso de la mano. Finjo que no la miro y le preguntó qué es lo que ha traído. Se inclina, coge una taza de té y me dice que debo tomarlo para sentirme mejor. Me ayuda a acomodarme sobre mi lado derecho y me acerca la taza. El primer trago me hace querer escupirlo. Le pregunto a la abuela por qué sabe tan horrendo el té y me dice que es por la medicina, que lo beba, me va a ayudar a sentirme mejor. Me hago a la idea y lo bebo todo de un solo trago. El horrendo sabor amargo me hizo estremecer, pero la abuela siempre ha sabido qué medicinas dar cuando uno está enfermo. Mi estómago se contrae y las punzadas se vuelven más violentas y frecuentes. No creo aguantar mucho antes de romper en llanto. La abuela se acuesta a mi lado y me acaricia el cabello. "Ya, mi niña, deja que la medicina actúe y ya verás cómo te sentirás mejor. Solo debes dejarte ir y ya no te dolerá más." La abuela podrá decir eso, pero el dolor se vuelve cada vez más agonizante. Todo mi cuerpo tiembla y me siento cada vez más débil y frágil. Mi cabeza hierve y el delirio me arrebata el juicio. Veo a mi abuela sonreír a mi lado. Me mira sin apartar los ojos de rostro descompuesto y sé que es tiempo de dejarme ir.