viernes, 8 de agosto de 2014

Too little too late


Hace unos meses me preguntaste si te amaba. No hubo necesidad de que pronunciaras palabras atropelladas por el miedo o la vulnerabilidad. Sólo bastó tu mirada, aquellos ojos que se fijaron en mí, suplicantes por un gesto de amor o de cariño tibio. Cualquier tipo de respuesta habría estado bien de mi parte: un beso en la frente, un abrazo, tan siquiera la insipidez de una sonrisa forzada. No di respuesta alguna, me quedé congelado como el niño que mira la oscuridad de su habitación, invadido por el temor y la duda.

En ese momento supe tan bien como tú que el futuro, nuestro futuro, desapareció con el brillo en tus ojos. Se derrumbó con tu sonrisa, con la mueca de dolor y humillación que te fue imposible de ocultar.

Traté de esconder mi vergüenza y el terror que sentía. En su momento no pudiste comprenderlo, ni yo expresarlo. ¿Cómo podía? Me pediste algo que me era imposible dar. No estaba listo para ello. Estaba cómodo con lo que teníamos: nada serio, sólo éramos un par de amantes disfrutando de nuestra compañía, del calor y elasticidad de nuestros cuerpos.

Era algo nuevo, no supe en qué momento se volvió insuficiente. Pero, ¿a dónde quería que todo esto llegara si nunca pensé ir más allá? La comodidad me cegó, no vi motivo para dar ese paso a algo mejor. Fue esa inmutabilidad la que nos destruyó. No intento evitar responsabilidades. Fue mi culpa, estoy consciente de ello.

Aquella primera vez sigue presente en mi memoria. Creo que siempre lo estará. Me recuerdo temblar ante tu cuerpo ceñido al mío, atraído por un magnetismo feroz. Estábamos solos. No había nada más por pretender. No ante los demás, no ante nosotros mismos.

La cercanía de tu cuerpo, tu calor, tu aroma, tus labios carnosos entre mis dientes, el sabor de tu saliva, el magma que corría por nuestras venas al ceder al deseo, todo eso me demolía por dentro en un maremoto de sensaciones. Yo temblaba, tú reías enternecida. No podía evitarlo, tu piel entre mis manos me hizo estremecer. Y pensar que esperé tanto a que sucediera.

Toda experiencia que compartimos fue sorprendente. Tenía que ser. Me adapté a ti y tú a mí como si nos conociéramos de años atrás. Como si hubiéramos esperado una eternidad para probar nuestros cuerpos, para volvernos uno solo con cada respiro que tomábamos.

Me hinqué ante las puertas de tu templo, pidiendo clemencia al tiempo que exigía ser amo y maestro. Adoré tu cuerpo como al santuario de una diosa que quería profanar, saquear, poseer y habitar hasta morir apresado entre sus ruinas.

No fue suficiente, nunca lo fue. Me conformé con lo que tenía cuando tú ibas por más. Ante las expectativas de cada uno, era obvio que el final llegara eventualmente.

Me separé de ti pensando que sería lo mejor. No había motivo para que te detuvieras por mí, no tenía derecho a retenerte. Como es usual en mí, traté de ver las cosas desde un punto de vista racional. Y como es usual, el resultado fue catastrófico.

Fue después de un tiempo que me di cuenta que había pasado por alto algo sumamente importante, algo crucial: te necesitaba. No sólo por las endorfinas que liberabas en mí durante el sexo. Ni tampoco por todos aquellos magníficos detalles que tenías para conmigo. No. Había algo más. Algo que en su momento no vi y que se transformó en un pensamiento imperante tras decirnos adiós.

Eliminamos todo contacto. No había más por decir. Y de haberlo, ninguno de los dos cedió. Pensé que era lo mejor, incluso cuando descubrí lo que en verdad sentía. Por eso mantuve la boca cerrada, aún si eso significaba tragarme todo lo que tenía por decir.

Vi pasar los días, las semanas. Algo dentro de mí se negaba a permanecer sedado por más tiempo. Estaba perdiendo la cordura y no había nada que pudiera hacer al respecto. Lo mejor era tragar saliva y aceptar las consecuencias de mis decisiones. Para ese punto, lo racional que tenía se había ido por la alcantarilla, ya nada tenía sentido.

Pensé en escribirte una carta explicándome. Dándote razón de lo que hice, de todo lo que no hice. Aún recuerdo el ataque de risa que me dio al leer que falleciste en un accidente automovilístico en compañía de tu novio. Llovía, él conducía muy rápido, no tuvo tiempo para reaccionar, nada pudo hacerse. No pude protegerte. Todo se perdió y dentro de mí las ruinas se vuelven imposibles de soportar. Me hundo junto con ellas hacia el abismo.

Después de todo sí escribí esa carta que me prometí darte algún día. Sé que de nada servirá, que nada cambiará. Tú estás muerta y yo me siento igual.

Al menos puedo verte una última vez…

Es una maravilla lo que han hecho con tu rostro. Apenas se perciben los golpes en tu frente y en tu mejilla derecha. Sé que no debería tocarte, pero siento la necesidad de tener una de tus manos entre las mías antes de despedirme, antes de poner mi carta sobre tu regazo y marcharme para no verte más.

Detrás de mí escucho la conmoción de gente llorando, lamentándose. Yo lo único que puedo pensar es en todas las veces que tuvimos sexo mientras usabas este vestido. Nadie sabe quién soy. Apenas y conocí a algunos de tus amigos. Tus padres no me recuerdan. Es como si sólo hubiera sido una sombra con la que cruzaste camino en alguna ocasión, sin que haya dejado huella alguna en tu vida. Nadie sabe quién era yo para ti.

No quiero separarme de tu ataúd. Una vez que me aparte no habrá marcha atrás. Entonces no pasará mucho para que sólo seas un recuerdo, y finalmente, la impresión de un sentimiento que quedó atrapado en mi estómago, alojándose en mis entrañas, de donde jamás saldrá. Se convertirá en una parte de mí aunque tu cuerpo se convierta en el alimento de mil gusanos, y no pueda recordar tu rostro al cerrar los ojos.