domingo, 17 de enero de 2010

Cuentos del abuelo Cañero


Primer cuento.

"Las maravillas de este mundo me parecen fascinantes", le dije a mi iguana, que asintió vagamente mientras se preparaba a alimentarme con gran amor. La pecera que me había preparado era muy cómoda y cálida. Tenía una pequeña choza de paja, un estanque donde podía nadar y un árbol bajo el cual recostarme; ¡yo como hombre no pude desear nada más! Cuando de pronto, mi joven amo, apareció una caja frente a mí. “Es la hora de la comida”, pensé. El rostro inexpresivo de mi amo se me antojaba grave y cruel, pero yo sabía que desde el fondo de su corazón me sonreía tiernamente.

La cajita feliz del almuerzo –como yo la llamo- contenía a una joven humana, como yo. Desnuda y asustada, me miró y dijo algo que a mi parecer sonaba al dialecto de los libres, pero no pude entender nada. Arrastrándose hacia mí, seguía parloteando aquel extraño dialecto. Sus ojos me pedían ayuda, alguna explicación para esta situación. Divertido y conmovido, le dije: “no te entiendo nada, tú sólo eres mi alimento, y será mejor que no demore más tiempo en jugar contigo, pues no he comido nada en todo el día y me apetece probar un poco de tu carne”. No pareció entenderme, lo cual fue un alivio. Eso de andar persiguiendo la comida por todas partes no es para mí. Prefiero un bocadillo que se muestre sumiso, a que intenten escapar o pelear. La acerqué a mí para olerla mejor, y al hacer esto, me rodeó con sus brazos y se apretó a mí mientras lloraba. Entonces me separé de ella y la tomé fuertemente por los brazos. ¡Ya era hora de comer! Al sentir mi agresión, se liberó y comenzó a correr asustada. Y tras haber jugado un poco con ella a la correteada, la maté y la comí. ¡Qué feliz era yo hombre alimentándome de humanos!