miércoles, 2 de abril de 2014

Gemelos

I.

El gobernador se pasea de un lado a otro por su oficina. Hace tres días que sus dos hijos de diez años desaparecieron sin dejar rastro. Su esposa le habla cada hora para preguntarle, en medio del llanto, si ya sabe dónde se encuentran sus niños, sus bebés. Cada vez que esto sucede, él debe explicarle que la búsqueda está tardando, pero ya casi los encuentran. Le miente a su esposa para mentirse a sí mismo. Sabe que sus hombres no tienen ni idea de dónde se puedan encontrar sus hijos.

Tocan a su puerta y él la abre exaltado, deseando sea un milagro. Su secretaria lo mira con preocupación mientras le entrega una carta que acaba de llegar. El gobernador se molesta. Arrebata la carta de la mano de su secretaria, y le ordena que no le transfiera ninguna llamada a menos que sea su esposa, o el director de Seguridad Pública. El gobernador está a punto de cerrar la puerta, cuando su secretaria le pregunta si está listo. Esto lo desconcierta. 

-       ¿Listo para qué?- pregunta irritado.
-    Para su conferencia de prensa, señor. ¿Recuerda? Dará un informe sobre el alto índice de homicidios violentos a mujeres en la entidad a la prensa local y nacional.
-       Puta madre... ¿es hoy?
-       Sí, señor. Dentro de una hora.

El gobernador cierra la puerta con pesadumbre, se pregunta por qué todo esto tiene que pasarle a él. ¿Cómo va a ser capaz de dar la conferencia de prensa, si tiene a sus hijos en la cabeza? Repara en el sobre entre sus manos. Lo inspecciona por ambos lados, no tiene ninguna dirección anotada, ni sellos oficiales. Tan sólo dice: “Para El Señor Gobernador”, escrito a máquina. Camina hasta su silla y se sienta tras su escritorio, abre el sobre y extrae una hoja doblada en tres partes. Extiende la hoja ante sí como si fuera publicidad basura. Hay huellas dactilares del tamaño de las de un infante, hechas en un tono rojo parecido al de la sangre. Aparecen debajo del mensaje, a modo de firma. Le sorprende ver que el mensaje fue mecanografiado. Los locos que suelen escribirle cartas siempre imprimen de computadora. Se coloca sus gafas y lee:

"Me resultó de pésimo gusto que no recordara los nombres de esas dos víctimas. Es casi como si no le importaran. ‘Qué más da que haya confundido sus apellidos?’, pensará usted. Pues bien, yo no puedo pasarlo por alto puesto que fui cercano a ellas. Más cercano que cualquier otra persona, se podría decir. Le ayudaré a no cometer el mismo error dos veces.”

Ese era el mensaje. El gobernador hace memoria. Recuerda lo abochornado que se sintió cuando se mofaron de él en twitter por confundir los nombres de dos mujeres que fueron asesinadas de forma brutal hace tan sólo tres meses. Aplasta la hoja entre sus manos y la tira a la basura. No tiene tiempo para cartas ni mensajes absurdos. Día con día, el gobernador tiene que lidiar con llamadas y cartas de gente inconforme. Es normal que algunos inconformes sean más intensos que otros. Abre el primer cajón a su derecha, toma un documento, y estudia lo que dirá en la conferencia de prensa."


II.


Tras la conferencia de prensa, el gobernador regresa a su despacho preguntando a su secretaria si ya saben algo sobre el paradero de sus hijos. Su secretaria responde un doloroso no. El gobernador se siente exhausto, derrotado, pero no puede permitir que lo vean en ese estado. Maldito sea su trabajo y la imagen pública. Sin decir más, entra a su despacho con el ánimo hecho polvo. Dentro, se topa con una gran caja de madera postrada a la mitad de la habitación. Llama a su secretaria y pide una explicación a tremendo paquete. “Mandaron la caja desde León. Un joven la trajo cuando usted estaba en la conferencia”, responde ella.

El gobernador no tiene tiempo para lidiar con tonterías, sus hijos desaparecieron, nada es más importante para él. Dirige una mirada de odio a la caja, preguntándose quién fue el imbécil que le mandó un paquete tan grande. Examina la caja por los costados antes de abrirla. Hay una bolsa plástica adherida a uno de los lados con una nota dentro. Rompe la bolsa con los dedos y extrae la hoja. En esta hoja también hay huellas dactilares rojas a modo de firma. El gobernador camina a su escritorio por sus gafas. Se pregunta hacia dónde se dirige todo esto. Regresa a un lado de la caja mientras se coloca los lentes. Con la misma letra mecanografiada, se lee:

“No tenía contemplado darme a conocer de este modo, pero es necesario que usted aprenda una lección. Algunos dirán que es una locura, pero es así como me gusta hacer las cosas. Le recuerdo que esto viene de su error garrafal el mes pasado. Algunos lo encontraron gracioso. Eso es imperdonable. Todos deben aprender la lección, tarde o temprano. Ahora le tocó a usted. Antes eran dos, y ya no se sabe cuál es cuál. Arme las piezas, fíjese bien, no vaya a ser que en su parecido, no sepa quién es quién.”

El gobernador no comprende el mensaje. “¿Qué es lo que este imbécil trata de decir?”, se pregunta. Se encuentra a punto de abrir la caja, cuando entra una llamada. Se apresura en responder, pueden ser buenas noticias. Descuelga el teléfono, llaman desde su casa. Su esposa recibió un paquete, al igual que él. Consternada por el contenido del mensaje, decidió llamarle a él antes de hacer otra cosa.

-       No sé qué hacer, Rodolfo. De pronto llegó un muchacho en una camioneta y le entregó la caja a Rosario. La tenemos en el recibidor. Cuando leí la nota supe que tenía que hablar contigo inmediatamente.
-       Hiciste bien. ¿Qué dice la nota, mujer?- Su corazón se acelera, no puede ser coincidencia.
-       “Qué triste debe ser su realidad en estos momentos. Lamento tener qué hacerle esto a usted, ya que no tiene la culpa por los errores de su marido. Pero no se preocupe más, lo que más ama vuelve a su vida. Roto. Deshecho. Hecho trizas como un cristal que se rompe al caer al suelo. No llore por mucho tiempo, tiene muchas piezas qué juntar. Espero encuentre la paz muy pronto."

El gobernador trata de esconder el pánico que se acumula en su nuca y garganta, le pide a su esposa no hacer nada hasta que él la llame: “no es grave, pero no vayas a abrir la caja hasta que yo te diga que puedes hacerlo, ¿me entiendes?” El gobernador sabe que algo terrible está sucediendo. Se comunica con su secretaria y le ordena traer al director de Seguridad Pública a su oficina cuanto antes. Sus manos tiemblan, sudan. Toma una navaja de uno de los cajones, dudoso de lo que está por hacer. Se pone de pie y camina con temor hacia la caja. Una parte de él desearía no tener que hacerlo. Desaparecer y no saber del mundo. Rompe los sellos de la tapa con la navaja mientras intenta mantener la serenidad. Deja caer la navaja al suelo y levanta la tapa con mucho cuidado, tratando de contener el temblor en sus manos.

Tan pronto ve el contenido, el gobernador queda paralizado como por un rayo invisible. No grita. No llora. No hace el menor gesto. El cerebro del gobernador se apagó por cerca de un minuto. Recuerda un domingo cualquiera en un pasado impreciso. Salió de paseo con los gemelos al centro de la ciudad, les compró un helado a cada uno y un cono de chocolate para él. Los niños charlaban y reían felices. Hacía frío por esos días, pero el sol brindaba calor y confort. “¿Cómo llegué a esto?”, se pregunta antes de comenzar a sollozar ruidosamente. El temblor se hace más intenso, pero eso no evita que él dirija sus manos hacia el interior de la caja. El rostro de uno de sus hijos está dentro de una bolsa ziploc. La piel fue cortada de modo que parecieran las piezas de un rompecabezas. Hay más bolsas como esa. Piernas, brazos… todo cortado en partes pequeñas, irreconocibles. El vómito subió intempestivo por su garganta. Los cuerpos de sus hijos están hechos trizas, como las piezas de un cristal que se ha roto al contacto con el suelo.

Un último adiós




La abuela ha estado enferma. Se pasa noche y día tosiendo y quejándose en su habitación. El doctor dice que el medicamento no ha ayudado, las úlceras en su estómago se han propagado hasta su esófago. La abuela tose sangre y se retuerce de dolor.

- A nadie le importa si me muero. -Se queja- No me mires así, sabes que es cierto. Tu mamá preferiría que hubiera seguido el mismo camino que tu abuelo, en paz descanse. Ya ni siquiera viene a preguntarme cómo sigo, para ella soy una carga más, un lastre. De tu papá no quiero ni hablar, nunca le he agradado y peor ahora que he caído enferma, seguro que estará esperando el momento en que estire la pata para deshacerse de mí. No sé por qué Dios me mantiene sufriendo aquí en la tierra si no hay nadie a quien le importe un poco. La única que parece preocuparse por mí eres tú, querida, y ni siquiera puedes hablar.- Tose y puedo escuchar cómo se atraganta con su sangre, vomitándola entre violentos espasmos. La tos cede y la abuela luce más cansada que nunca. Toco su frente y me asusta pensar que la fiebre no bajará.

La abuela lleva un mes enferma. Cuando comenzó a mostrar los primeros síntomas todos en la familia se mostraron preocupados, tíos y primos por igual. Recuerdo que mamá me dijo que la abuela podría no sobrevivir a esa última estancia en el hospital. Mi madre y mis tíos no perdieron el tiempo y ya estaban viendo quién se quedaría con qué. Pero la abuela no murió en el hospital, como ellos creían que sucedería, en cambio se estabilizó y hubo que decidirse a casa de quién se iría para que la cuidaran. Para desgracia de mi madre, fue a ella a quien le encargaron cuidarla. Mamá no estaba contenta y puso mil excusas, pero ya que yo me ofrecí a ayudarle, terminó por resignarse.

Le digo a la abuela que todo estará bien, no tiene nada de qué preocuparse. Abre sus ojos cubiertos en lágrimas y me pregunta por Francisca. La fiebre se mantiene al máximo y de vez en cuando me pregunta por gente de su pasado, gente que no conozco. Ayer, por ejemplo, me preguntó por Justina, una amiguita suya de cuando tenía diez años. Por una hora me estuvo contando de los lugares a los que iban a jugar cuando vivía en la vieja casa del centro, de sus días en la escuela para señoritas a la que asistió... Todo esto entre ataques de tos que me hicieron pensar que no lo lograría.

La abuela se ha dormido. Aprovecho esta pausa para ir al baño y estirar las piernas. Son las seis de la tarde y la casa se encuentra en penumbras. Mamá y papá llegarán hasta pasadas las nueve. Voy a la cocina y me sirvo un vaso con leche intentando olvidar la conversación que tuve anoche con papá. 

Acababa de dejar dormida a la abuela cuando él me llamó desde el estudio. Mamá aún no llegaba, éramos los únicos en la casa además de la abuela. Me preguntó cómo seguía la vieja, como él la llama. Decidí mentirle y le dije que estaba más estable, que la nueva medicina parecía estar disminuyendo su dolor. No se alegró. Comenzó a quejarse conmigo sobre el precio de las medicinas, que ninguno de mis tíos da algo de dinero para todos los gastos que la vieja está generando, que lo mejor sería que la pobre vieja se muriera y dejara de sufrir. "Lo único bueno de todo esto", dijo, "es que a tu madre le tocan dos departamentos en la zona centro, quizás de ahí podamos sacar algo de dinero para recuperar algo de todo lo que nos ha costado." Le dije que tenía que ir a ver a la abuela y salí de ahí sin decir más.

Todos en la familia piensan que cuido a la abuela porque espero sacarle algo. Me llaman interesada, hipócrita, algunos de mis tíos me han llegado a confrontar preguntándome qué espero sacar de estar con ella todo el día, "el testamento ya está hecho, no ganarás nada haciéndote la mártir", me dijo mi tía Gloria. Nunca respondo a sus ataques y miradas llenas de desconfianza y rencor. No espero que ninguno de ellos lo comprenda, ni siquiera mis padres. Ninguno de ellos comprenderá que la abuela fue la única que estuvo para mí cuando yo era niña. Mis papás trabajaban todo el día y la única que parecía querer estar conmigo era la abuela. Ella me crió y me dio el amor que mis padres parecían incapaces de mostrar. Por eso es mi deber cuidar de ella cuando a nadie más parece importarle. Lo único que esos cerdos quieren es que se muera para que ellos puedan poner sus grasientas pezuñas sobre todo lo que posee. Ese es el motivo por el que ninguno de ellos comprenderá mi amor por ella y lo mucho que le debo.

-

La abuela ha mejorado, ya casi no tose y la fiebre ha disminuido. Me alegra verla con más vida, casi alegre. Mi madre fingió alegrarse por su recuperación, pero sé que por dentro se preocupa por los gastos de los medicamentos y porque la abuela no muera y ella no pueda recuperar nada de lo que ha gastado. La abuela también sabe esto, sabe que todos están sentados en primera fila, esperando el momento en el que ella muera para recibir su supuesta merecida herencia, por eso los trata a todos de manera seca, con recelo. A la única que le habla con normalidad es a mí, lo cual me ha causado problemas con el resto de la familia porque ahora que la abuela está mejor, temen que vaya a modificar su testamento. Eso les aterroriza, les asusta que me vaya a dejar todo a mí y que a ellos los deje en la calle.

La abuela me habla de irse a la playa cuando se encuentre mejor, quiere darse un buen baño de sol y ver el océano una vez más antes de morir. Bromea, ríe, es ella de nuevo. Me comentó que ha notado cómo me trata el resto de la familia, incluyendo a mis padres, le digo que no se fije, ya se les pasará, sólo están estresados por todo lo que ha sucedido. La abuela me toma de la mano y me promete que todo estará bien. De pronto, se le iluminó el rostro con una idea. Se le ocurrió que podría hacer una comida para todos en la familia. La idea me pareció estupenda y sería un buen motivo para convivir todos juntos. "Les mostraré que esta anciana tiene mucho por hacer antes de morir." Celebré esto último con ella e hice una lista de todas las cosas que tendría que comprar. "Lo primero será cocinar para tus papás, debo pagarles de algún modo que hayan tenido la cortesía de tenerme aquí en su casa todo este tiempo. Les haré un caldo de pollo como el que solía preparar, ¿recuerdas?" Tose y parece cansada. Le toco la frente y me asusto al ver que la fiebre ha regresado. Le doy su medicamento y le ordeno descansar un poco, yo me haré cargo de comprar las cosas para la comida del día de mañana.

Cuando era niña solía ayudarle a la abuela en la cocina. En esos días todos mis tíos iban gustosos a comer a su casa. La familia aún era feliz. La abuela era feliz. No sé en qué momento todos se volvieron tan fríos y avariciosos, siniestros. Pensar que alguien quiera que su propia madre muera para poder heredar dinero o una propiedad me causa escalofríos. Es cierto que la abuela no ha estado muy bien de salud en los años pasados, que se cayó de las escaleras y casi se rompe la cadera, pero ese no es motivo para querer que muera de una vez. Si la abuela muere me quedaré sin nadie a quien pueda llamar familia. Tengo a mis padres, claro, pero ninguno de ellos parece realmente interesado en conocerme o saber qué pasa en mi vida. No me preguntaron por mi nuevo empleo, o por cómo van las cosas con Octavio, mi novio desde hace tres años. Simplemente no les importa. Por eso es que no quiero que la abuela muera, no quiero quedarme sola.

Papá y mamá llegaron tarde, cerca de las diez de la noche. Los encontré en su habitación. Al contarles los planes de la abuela para preparar de comer, mi mamá se preocupó. "¿Cómo crees que se va a poner a cocinar en el estado en el que se encuentra?" A mamá no le agradó la idea, pero después de que papá la convenciera de que si la abuela se siente lo suficientemente bien para cocinar, la deje ser, ya no dijo nada. Papá estaba cansado de hablar siempre de la abuela, nos mandó a callar y dejamos el tema por concluido. Me emocionó la idea de cocinar una vez más con la abuela. Bajé a la habitación para contarle que mis padres estaban de acuerdo pero ya se encontraba dormida.

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Al día siguiente fui a comprar todo lo que la abuela me encargó: vegetales, hígados y pollo. Cuando regresé a casa la encontré con la radio a todo volumen, escuchando salsa en una de las estaciones populacheras. Dejó la cocina reluciente y lista para que comenzáramos a preparar la comida. Mientras cortaba las calabazas le conté a la abuela de mis planes para el futuro, quizás trabajaría por un tiempo más antes de decidirme a estudiar la maestría, que requeriría mucho de mi tiempo. Le cuento de Octavio y de sus planes para casarnos en un futuro, le confieso que no me siento lista para el matrimonio, que a mis veinticuatro años no es algo que me traiga aprisa. La abuela me cuenta de cuando conoció al abuelo y sobre las cartas que le mandaba para enamorarla. La paso verdaderamente bien con ella. La abuela siempre ha tenido un grandioso sentido del humor. Me sentí como cuando era niña. Los ojos se me llenaron de lágrimas y comencé a llorar sobre las zanahorias. La abuela se acercó a mí por detrás y me abrazó tan fuerte como le era posible, diciéndome al oído que todo estaría bien.

-¿Por qué lloras, mi niña, no ves que tu abuela ya está mejor? Anda ya o me harás llorar a mí también, y ya sabes que me veo muy fea cuando lloro. Todo saldrá bien, pequeña. Después de hoy todo será diferente, lo prometo. Yo voy a mejorar y me encargaré de que la familia esté unida una vez más una vez más.

Cuando mis padres llegaron a casa, el caldo estaba listo. Nos sentamos los cuatro a la mesa y comenzamos a comer. Papá fue el primero en felicitar a la abuela por su sazón, después, mi madre nos contó una anécdota divertida que le pasó en el trabajo y todos reíamos y el ambiente era cálido. Por ese momento me olvidé de que la abuela estaba enferma, de que mi madre y mi padre preferirían que estuviera muerta, de que la vida es una mierda.

La abuela nos sirvió un segundo plato de caldo a mis papás y a mí. Los tres estábamos satisfechos pero no nos negamos cuando nos lo sirvió. La abuela bebía té y nos observaba comer muy atentamente con una sonrisa de satisfacción. Supuse que esa era la satisfacción que obtendrías al vivir por muchos años, la satisfacción que se siente al saber que dejarás hijos y nietos, de que todo ha valido la pena si es que has logrado sobrevivir hasta ese punto. Con esfuerzo logramos terminarnos el caldo, cuando mi abuela ya nos estaba sirviendo un tercer platillo que tuvimos que rechazar. Mi estómago comenzó a hacer ruidos extraños, al parecer el caldo me cayó de peso. Mis padres se levantaron de la mesa y se marcharon a su cuarto rápidamente. Yo no me sentía nada bien, el estómago me dolía tanto que me hacía doblarme sobre la mesa. Mi abuela se preocupó y me llevó a la habitación que compartimos para recostarme en la cama. Me dijo que iba por un vaso con agua para mí y salió de la habitación. Debió tardar unos quince o veinte minutos antes de regresar con el agua. Me dijo que mi mamá y mi papá estaban igual de enfermos que yo, el hígado que me vendieron debió de estar mal porque nosotros tres fuimos los únicos que lo comimos. Sentía que me iba a morir, el estómago no dejaba de dolerme como si alguien estuviera apuñalando mis entrañas. Lloré y le pedí a la abuela que me tomara de la mano. Ella se recostó a mi lado en la cama, abrazándome con fuerza, diciéndome que todo estaría bien y lo mucho que me ama.

Me encuentro empapada en sudor, con todo mi cuerpo retorciéndose a causa de los temblores. Siento que mi esqueleto se funde, no sé cuánto ha pasado desde que la abuela me recostó en la cama, cuánto desde que era yo la que la cuidaba a ella y no ella a mí. Todo da vueltas, nunca me había sentido tan vulnerable, tan desprotegida. La abuela se aferra a mí y me repite que todo estará bien. Me da un beso en la frente y me dice que tiene que ir a ver a mi mamá y a mi papá. Le pedí que no me dejara sola pero se separó de mí y salió de la habitación.




"Daniela, despierta. Daniela..." Abro los ojos y la abuela está sentada a mi lado. No sé cuánto tiempo estuve dormida. Tomo su mano y le agradezco que esté ahí para mí. Ella tose y me sonríe mientras se limpia la sangre con el dorso de la mano. Finjo que no la miro y le preguntó qué es lo que ha traído. Se inclina, coge una taza de té y me dice que debo tomarlo para sentirme mejor. Me ayuda a acomodarme sobre mi lado derecho y me acerca la taza. El primer trago me hace querer escupirlo. Le pregunto a la abuela por qué sabe tan horrendo el té y me dice que es por la medicina, que lo beba, me va a ayudar a sentirme mejor. Me hago a la idea y lo bebo todo de un solo trago. El horrendo sabor amargo me hizo estremecer, pero la abuela siempre ha sabido qué medicinas dar cuando uno está enfermo. Mi estómago se contrae y las punzadas se vuelven más violentas y frecuentes. No creo aguantar mucho antes de romper en llanto. La abuela se acuesta a mi lado y me acaricia el cabello. "Ya, mi niña, deja que la medicina actúe y ya verás cómo te sentirás mejor. Solo debes dejarte ir y ya no te dolerá más." La abuela podrá decir eso, pero el dolor se vuelve cada vez más agonizante. Todo mi cuerpo tiembla y me siento cada vez más débil y frágil. Mi cabeza hierve y el delirio me arrebata el juicio. Veo a mi abuela sonreír a mi lado. Me mira sin apartar los ojos de rostro descompuesto y sé que es tiempo de dejarme ir.