lunes, 25 de junio de 2012

De cuando no hacemos caso a las indicaciones de mamá


El sol golpea su rostro con ferocidad, despertándola del letargo en el que se encuentra. Abre los ojos que reciben, como punzadas, los rayos del astro. Con los brazos intenta bloquear la luz y percibir mejor. Una vez que sus ojos se van acostumbrando con cada parpadeo a la luminosidad, observa que su piel es cubierta por miles de granos. Asombrada y con los ojos entornados, se incorpora y pone en pie, recorriendo con la vista desde sus manos hasta sus hombros, pasando por su torso y piernas. Pasea sus manos sobre su cuerpo, atónita por el fenómeno que la acontece. Una ligera jaqueca comienza a emerger muy desde el fondo de su cabeza a creciente velocidad, nublándole el pensamiento. Da unos pasos inseguros haciendo equilibrio con los brazos, tratando de no caer sobre el suelo. Una mueca de sufrimiento se forma en su rostro. Cierra los ojos, apretando los párpados con fuerza.

Lleva sus manos a su enmarañado cabello negro, sintiendo como si cada uno de ellos le causara profundas punzadas de dolor. Gime y sacude la cabeza con fuerza, intentando apartar el tormento. Cierra los puños capturando grandes mechones del sucio pelo, que se desprenden con gran facilidad apenas da un pequeño tirón de ellos. Nota cómo se quedan prendidos de sus manos y abre los ojos para observar con terror cómo su cabellera se desprende lentamente. La desesperación se inyecta en sus ojos al ver cómo sus greñas continúan cayendo sin que pueda hacer nada para evitarlo.

Se hinca, juntando el pelo que tiene ante sí, con sus manos. Las lágrimas comienzan a correr por sus hundidas mejillas como un caudal. De pronto se ve invadida por oleadas de calor y de frío que recorren en totalidad su cuerpo desnudo, partiendo de la nuca, llegando a la punta de las extremidades. Se retuerce y estruja el cuerpo, abrazando su torso para intentar serenar la desquiciante sensación. Su piel exuda un agrio sudor que la cubre como el rocío matinal. La dermis comienza a arderle y a causarle inmenso escozor a lo largo de su esquelético ser. Se tira sobre la tierra, dando vueltas, doblando sus piernas y contrayendo sus brazos hacia su pecho que ahora parece querer estallar desde el interior. Comienza a gritar con desenfreno, el suplicio torna insoportable, le corroe la mente. Se encuentra tumbada boca abajo, arrastrándose por sobre las piedras y tierra, causándose dolor; lo que sea que aleje ese terrible sentir que le exprime los sentidos. Llora desconsolada sobre la suciedad, babeando; su rostro se ve deformado con una mueca que le desencaja la quijada. Cierra los puños y comienza a golpear el suelo con todas las fuerzas que su desnutrido y famélico cuerpo le permiten; asiéndolo así también con su recién calva cabeza, que retumba con cada impacto contra el empedrado suelo.

Una nueva oleada de lacerante dolor golpea su pecho. Gira, quedando con la vista al cielo. El sol la observa desde lo alto. Su pecho se hincha y desciende a gran velocidad. Clava sus largas uñas en su cuero cabelludo, desgarrando hasta traer consigo carne y sangre. El suplicio no se detiene. Del salpullido comienzan a salir gruesos vellos, como espinas; abren sus poros, rasgando su tierna piel. Su cuerpo se ve cubierto por pequeños puntos ensangrentados.

Se levanta y comienza a caminar con torpeza, llevando sus manos a la cabeza. La siente próxima a estallar, como si alguien estuviera provocando una inmensa presión sobre ella. Su garganta se encuentra cerrada, no puede gritar ni lanzar gemido alguno. Mira al sol que la penetra muy hondo, hasta su interior. Se siente desfallecer, las púas que han salido de su piel comienzan a crecer, volviéndose más gruesas, abriendo más la carne. Sus mismas manos se vuelven más raquíticas y se ven cubiertas por las afiladas astillas. Ya no puede tocarse por temor a herirse con las púas. Las espinas crecen a velocidad alarmante. Largas y puntiagudas. De ellas comienza a brotar un oscuro y ligero vello, más parecido a un plumaje.

La chica cae de rodillas, apoyando las manos contra el suelo, respirando aceleradamente con la boca. Los párpados firmemente cerrados. Se siente desfallecer. Su quijada se desencaja con movimientos involuntarios hasta que finalmente se fractura y sale de su sitio. Comienza a ahogarse, algo grande sube por su garganta, se le puede ver ascendiendo con lenta decisión. La chica lleva las manos a su cuello, el aire falta a sus pulmones y no puede entrar a causa de la obstrucción. Finalmente algo comienza a salir por su boca abierta, un pico duro y afilado, saliendo más y más hasta que pasa a ocupar el lugar de la boca. Se abre un poco y lanza un ligero graznido, apenas audible. La piel de su rostro comienza a abrirse, no pudiendo soportar más la tensión. Sus raquíticos brazos muestran un plumaje parecido al de las aves recién nacidas, fresco y cubierto por sangre. Lleva sus manos, que apenas puede decirse que fueran las de un humano, al estómago y comienza a jalar la piel que se desprende a tirones, descubriendo debajo de ésta más del plumaje que por todo su cuerpo crece. Los pies se han ido deformando con el paso de la transformación que sufre hasta volverse unas garras filosas. Suben y bajan en desenfrenado pataleo.

La inmensa ave se encuentra tirada en el suelo, retorciéndose aún, quizás de intenso dolor. Lanza un graznido al aire, luego otro aún más fuerte. Se intenta poner en pie, sacudiéndose los tirones de piel que siguen adheridos a su plumaje, perdiendo el equilibrio y golpeándose contra uno de los muros cercanos en pleno rostro. Alza el pico y observa la salida del inmenso hueco donde se encuentra. Sus ojos, grandes y profundos, posan su vista en las alturas. Bate las alas que ya se han desarrollado por completo, en un primer intento por quitarse el entumecimiento de su nuevo cuerpo. Gira el cuello a un lado y a otro, observando su entorno. No ve más salida que la que se encuentra metros arriba.

Con un fuerte batir se lanza hacia el muro, elevándose con velocidad, ayudándose con las garras para intentar subir. Sus garras tiran consigo un par de rocas y cae sobre su espalda, graznando desesperada. Se incorpora balanceándose a un lado y a otro con ayuda de sus alas. Vuelve a mirar la alta pared que se impone frente a ella y se precipita nuevamente a subirla. Sus alas y garras comienzan a tomar fuerza, permitiendo alzarse más con el aleteo y prenderse mejor a las paredes. Grazna incontrolablemente en su ascenso a la libertad. Mueve sus alas tan velozmente como puede, creando una fuerte corriente de aire. Ya está casi afuera, su pico asoma al exterior y se engancha al suelo para no permitir la caída. Con desespero aspira el aire fresco, intentando hacer un último esfuerzo. El pico se va clavando cada vez más hacia el exterior, su cabeza y la mitad del cuerpo ya se asoman imponentes sobre el suelo. Al fin sale de su encierro y se queda así tumbada pecho abajo, inspeccionando su alrededor con cautela, a la espera. Sus grandes ojos negros reflejando el brillo del sol, pendiente a su designio.

Se levanta y contrae sus grandes alas; gira su cabeza de un lado a otro observando a la gente que se acerca estupefacta a observarla mejor. Una ligera multitud de sorprendidos pobladores comienza a formarse a una distancia considerable de la oscura ave. Ésta da grandes brincos hacia el frente, buscando alejarse de su vieja prisión. Un niño pequeño y famélico que se encontraba sujetando un laso en la persecución de un canino, se acerca a ella despreocupadamente, invadido por la curiosidad brindada al ver la inmensa creatura que ha surgido del basurero, al centro de la plaza. Con pasos tímidos se posa frente al ave, que lanza un graznido, eleva el pico y lo descarga furiosa sobre el rostro del chiquillo cuando vio la cuerda que el niño sujetaba con ambas manos. La gente espantada y enfurecida se lanza contra el ave, golpeándola con puños, otros arrojando piedras. Dos hombres que observaban la escena se lanzaron a detener el cuello del ave, evitando que lo descargara sobre alguien más. Una señora, grande y obesa corre al interior de una vivienda, saliendo de nuevo con un gran y filoso cuchillo entre manos. Los hombres forcejeaban con la criatura con todas sus fuerzas, lanzando gritos para llamar más gente en su auxilio. La obesa mujer se acerca al ave, mirando sus profundos ojos tristes antes de pasar el cuchillo por sobre el cuello de la misma, cortando su piel. El ave se sacude frenética intentando liberarse de la muerte que se avecina. Pero nada hay que pueda hacer para evitar el abundante sangrado que corre por la herida.

Los hombres la sueltan viéndola aletear torpemente, desorientada por la falta de sangre. La inmensa criatura cae al suelo, abriendo y cerrando el pico sin emitir ningún sonido más que el de la sangre que burbujea y brota de su cuello. Todos esperan en silencio hasta que el ave deja de moverse, incapaz de salvarse a sí misma. La mujer que antes mató al ave, toma en brazos al niño que yacía en el suelo. Su cráneo había sido perforado por el ataque; su cuerpo lánguido, suelto, ha perdido la vida. La mujer camina hasta la orilla del hoyo y deja caer al infante en su interior. Nada más había por hacer. Voltea a donde se encuentra el ave y se abalanza sobre ésta. La multitud imita a la mujer, arrancando las plumas del animal con desenfreno. Por aquí y por allá se podían observar las plumas del animal volando. Luego con las manos y uñas comenzaban a rasgar su piel, arrancando y cercenando sus extremidades. Con bestialidad, mordían y arrancaban la piel del animal, tragándola con enfermizas ansias. Como aves de carroña, devoraron a la criatura hasta dejarla en los huesos. Un río de sangre corría hasta la orilla del inmenso hueco de donde salió el ave al fin liberada, escurriendo y goteando hasta el fondo, empapando el cuerpo del niño que había fallecido, víctima de la curiosidad. Así dejaron los restos del animal en la plaza. Luego todos volvieron a su rutina como si nada hubiese sucedido.

El viento comenzó a soplar fuerte, trayendo consigo grandes nubes cargadas de agua. Una ligera llovizna cae sobre el pueblo, lavando la sangre del cadáver. La gente corre a sus casas para evitar mojarse, quedando la plaza al fin vacía. En las lejanías, perdida entre el bosque de los cerros, una anciana miraba la escena pendiente a cada detalle. Mueve su cabeza de un lado a otro en negación, decepcionada. Ni el mismo sol pudo ayudar a esa desdichada alma.

jueves, 14 de junio de 2012

De cómo hacer una fiesta sin invitados ni pastel


La mañana entra resplandeciente por mi ventana, me golpea los párpados con sus alegres y despreocupados rayos. Abro los ojos y el tedioso techo blanco pareciera querer caer sobre mí. No quiero levantarme, ni comenzar el día, ni nada. Sólo quiero permanecer echado en cama hasta volver a quedar dormido o morir, lo que suceda primero. Pero una necesidad corporal me obliga a tener que levantarme del colchón: debo orinar. Me incorporo y lanzo una mirada de asco a mi caótica habitación. Por todos lados veo ropa tirada; libros apilados sobre el suelo; pelusas enormes, como ratones, que se pasean a libertad con ayuda de las corrientes de aire. Pongo los pies sobre el suelo y espero que su frialdad me despierte. Nada.

Mi vejiga clama ser vaciada, se niega a ser ignorada por más tiempo. Cómo quisiera poder hacer lo mismo con mi cabeza; vaciarla por completo de tanta mierda. Me pongo en pie y camino semidesnudo al baño. Desde la entrada observo manchas de orina que no dio con el retrete. Como costras, se las puede ver en el suelo cubiertas de polvo. Hago una mueca de aversión y regreso a mi alcoba para ponerme unas chanclas. No porque quiera morir, significa que haya perdido el asco de pisar meados secos.

Vuelvo al baño y me paro a un costado del retrete, meto mi mano dentro de la ropa interior y me saco el miembro para poder orinar. La orina es expulsada con fuerza, haciéndome sentir una gran satisfacción, casi orgásmica. Al menos algo me sigue haciendo sentir bien, aunque eso sea mear. Me sacudo la verga para expulsar un tímido goteo; la regreso a su lugar, dentro del bóxer, y giro hasta quedar frente al espejo.

Un tipo de veintitrés años, calvo, de cejas poco pobladas, barba que se rehúsa a crecer pareja; labios delgados y finos, mejillas rojizas y de ojos pequeños, me mira indiferente, hasta brusco, podría decirse. Le sonrío esperando él haga lo mismo, pero en cuanto mi sonrisa decae, la suya también así lo hace. Luce triste y su mirada denota vaciedad. Yo también me he sentido así en ocasiones. Hoy, por ejemplo.

Quisiera golpearle el rostro al tipejo, escupirle encima, no sé, lo que sea que haga cambiar el semblante de pasividad que muestra descaradamente, como si todo le diera igual. Golpeo el espejo con el puño derecho, quebrándose e hiriendo mi mano en defensa propia. Los trozos del espejo caen regados sobre el lavabo, alrededor de mis pies; algunos incluso continúan adheridos a mis nudillos. Mi mano sangra y no puedo más que recoger los trozos que continúan regresándome la imagen de mi indiferencia al dolor propio. Abro la llave y dejo que el agua se lleve los pedazos pequeños cubiertos de sangre. Así me quedo por un buen rato, observando la sangre correr.

Me duele la mano por lo mismo que yo he ocasionado. Cierro la llave del grifo y con la mano sana tomo el rollo de papel de baño, esperando que la publicidad sea cierta y las hojas sean suaves al tacto con mi piel herida. Presiono con fuerza y es entonces cuando el dolor se hace más intenso. Mi rostro se contrae, pero me aguanto las ganas de gritar como el machito que soy. Vaya farsa.


Con la mano envuelta en papel higiénico voy a la habitación y busco la botella de alcohol etílico en una caja donde guardo los medicamentos. Regreso al baño, retiro el papel y estudio los daños: hay piel levantada y fresca. Abro la botella y respiro honda hasta decidirme impulsivamente a verter el líquido esterilizante sobre las heridas. El ardor es insoportable, me hace doblar y maldecir con la mandíbula apretada con fuerza. “Por pendejo”, me escuché decir. Me incorporo con los ojos llorosos, sacudo la mano para que el alcohol se seque y la envuelvo con una nueva capa de papel.

Camino a mi cuarto y me tiro sobre el colchón, que se encuentra sobre el piso, sin base, lo cual hace que la escena luzca más patética. Me hace querer darme un tiro. Me desnudo con la mano que tengo sana y… ¡diablos, olvidé cerrar la puerta! No es que en realidad importe, es fin de semana y me encuentro solo en el departamento, pero hay algo sobre tener la puerta abierta que no tolero, me hace sentir observado y ahora no estoy para eso. Otra vez me pongo de pie y camino malhumorado a cerrarla, azotándola con fuerza en berrinche a mí mismo. Total, nadie habrá que se queje por el ruido. Una vez cerrada, vuelvo a sentirme cómodo. Me acerco a la mesa y tomo el hitter y la marihuana; el encendedor y los cigarrillos se encuentran sobre la caja donde guardo las películas, a un lado del colchón. Regreso a mi no ortopédica cama y me dejo caer encima. Doy varios respiros, como quien lo hace feliz de estar vivo, pero yo no soy más que un actor.

El silencio de la habitación me exaspera, inspecciono mis al rededores en busca del control del estéreo, ¡ah, ahí está!, justo a un lado de la almohada. Me estiro hasta alcanzarlo y presiono play. El estéreo se enciende acompañado por el molesto ruido que hace su ventilador obstruido por el polvo. Lo ignoro y subo el volumen. Sólo falta encontrar algo en el mp3 que vaya de acuerdo para la ocasión. Doy con la carpeta del disco indicado, Kid A. Tomo la pipa y la relleno con marihuana; dejo la bolsa con la mota sobre mi mesa improvisada y agarro el hitter con mi mano herida. Observo cómo el papel ha absorbido la sangre, formando manchas disparejas que no tienen forma definida. Acerco el hitter a mis labios y con la otra mano tomo el encendedor: enciendo la llama y la acerco a la hierba seca, que gracias a mis inspiraciones, arde con velocidad. Continúo jalando humo hasta que mis pulmones no aguantan más. Retengo el humo sintiendo el efecto de la mota esparcirse por todo mi cuerpo, colmándome. Expulso el humo lentamente, observando cómo choca con el suelo y se eleva hacia el techo. Repito dos, tres veces más hasta sentirme satisfecho.

La sensación de vaciedad no se marcha, pero al menos estoy lo suficientemente drogado como para quedar dormido. Deposito el encendedor y la pipa en el piso y me acomodo correctamente en el colchón. Subo el volumen de la música y cierro los ojos, esperando que las melodías me hagan perderme hasta alcanzar la inconsciencia, quedando al fin dormido.

Nuevamente despierto, ahora es la sed la que me ha traído de vuelta a la realidad con grosera brusquedad. Han pasado tres horas desde que me levanté por primera vez de la cama. Me incorporo y me percato de que la jarra a mi lado se encuentra vacía. Qué asco, ni siquiera estoy de humor para metáforas trilladas. Deslizo mi mano por entre el asa y me lastimo, había olvidado mi percance con el espejo. La tomo con cuidado y me pongo de pie. Un súbito mareo me hace tambalear, he debido pararme muy de prisa. Camino con renovada pesadez hacia la puerta, la abro y asomo la cabeza, inspeccionando el pasillo. No hay nadie, claro que lo sé, pero no quisiera sorpresitas de ningún tipo. Emprendo nuevamente mi camino hacia la cocina, donde el garrafón de agua me espera. Llego a donde éste se encuentra y me inclino para verter su interior en la jarra; me incorporo y regreso al cuarto, cerrando la puerta tras de mí.

Bebo directamente de la jarra, no estoy para convencionalismos inútiles, y mucho menos para regresar a la cocina por un vaso, aunque fuese para llenarlo y dar gusto a la boba metáfora. Lleno, vacío, da lo mismo. Deposito la jarra en la mesa y tomo la cajetilla de cigarros, vacía. Hoy simplemente no es mi día.

Con la idea de ir a la tienda por más cigarros, viene otra más perversa. Una clase de intuición que apenas y se percibe, pero la cual no tengo ganas de desenterrar por temor a la certidumbre. Mejor dejaré que el día me sorprenda.

Agh, tendré que vestirme; por más que quisiera salir a la calle desnudo, hay ciertas formas que no deben descuidarse, y una de esas es salir con varios trapos encima para evitar escandalizar a la sociedad.

Salgo del departamento usando un pantalón deportivo y una sudadera; presiono el botón del ascensor y espero a que la porquería llegue hasta el sexto piso, donde habito. Al fin alcanza altura y se abre, trayendo consigo a una señora obesa que me hace cara de fuchi. Entro y me pongo la capucha de la sudadera, detesto sentir la mirada de desconfianza de la señora, que me mira a la cara y a la mano cubierta por papel ensangrentado, alternadamente, como si fuera a hacerle daño. No sabe del asco que me causa oler su nauseabundo perfume, entonces sí aceptaría que me mirase con desprecio; al menos así el sentimiento sería mutuo. Llegamos a la planta baja y salgo del elevador a paso veloz, dejando atrás a la Ñorahuelefeo. Alcanzo la rejilla que da al estacionamiento. Camino otro poco y ahora a abrir la reja que da a la calle. La condenada cerradura se niega a dejarme salir, lo cual me exaspera aún más; al fin cede.

Llego a la tienda que es atendida por dos pseudo cholo-güeros, cruzando el boulevard. “Qué onda, güero”, me saludan. Paso al fondo y tomo del refrigerador dos six de Tecate, para mí solito; le pido unos Delicados de veinticinco, pago y de vuelta al edificio.

Una vez en mi apartamento, meto las cervezas en el frigobar, tomando una para el momento. Entro a mi cuarto, tomo la pipa y vuelvo a fumar, relleno y repito. Abro la cerveza y bebo de su frío y refrescante contenido, alegrándome que al menos algo de este día no me resulta decepcionante. Abro la cajetilla de los “jotillos” y saco uno. Mi día comienza a mejorar, no faltaba más. Me senté en la cama y cambié la música por algo más alegre; un rico Blues vendría bien.

Así se me fue la tarde, entre latas de cerveza, mota y tabaco. Y debo admitir que lo disfruté demasiado. Pero en algún punto, un oscuro sentimiento fue haciéndose cada vez más presente, creciendo en mi interior hasta que finalmente salió al exterior como el engendro ése en la película de Alien. Estalló, eso es lo único que sé. Lo que comenzó como una ligera melancolía, se fue transformando en desamparo y desolación, convirtiéndose al fin en ira hacia mí mismo.


Tengo veintitrés años y no he logrado nada además de haber estado en tres licenciaturas distintas, sin haber terminado una sola de ellas. Ya sea por la depresión o por la causa que ustedes gusten, mi paso por cada una de ellas está registrado en la administración escolar de la UG. Me comencé a odiar poquito a poquito al hacer un recuento de los últimos años, pensando en cómo me he dado la espalda a cada paso que doy, dejándome varado en la incertidumbre, auto saboteándome en cada una de mis facetas. Primero Derecho, luego Letras Españolas, luego Derecho de nueva cuenta, a falta de huevos para irme a Veracruz y presentar en Filosofía por la Veracruzana; volví a desertar de Derecho porque no quería sentirme frustrado al no haber estudiado “lo que yo quería”. Me largué a Veracruz sin apoyo familiar, pensando que valerme por mi propia cuenta era lo que necesitaba, pero eso sólo devino en una nueva y más profunda depresión, acosado en las noches por terribles pesadillas y durante el día por la terrible desolación que ignoraba drogándome en demasía hasta caída la noche, y así hasta regresar a Irapuato con la cola entre las patas. No lo logré, ni siquiera presenté el examen de admisión en la UV, que por segunda vez pagué con mi dinero. Ok, regreso y todo es armonía con mis padres, que perdonaron mi locura de ir a cagarla a otro estado. Mi padre me da su apoyo, “Anda, entra a Antropología Social cómo tú querías”. Va. Entro y el primer semestre pasa con honores, nueve punto tres de promedio general. “¿Ya vieron que no era porque soy estúpido que me salí tres veces de estudiar?”, pero entonces ¿qué pasó?, que este último semestre vuelves a sentirte incapaz de seguir respirando. Recuerdas lo que pasó hace un año en Xalapa, cómo te sentías, y te sumerges aún más en el hoyo. “No lo logré, fui con un objetivo, y no lo logré, ¡carajo!” ¿Cómo me lo explico sin que yo mismo me de asco por mi falta de decisión, por mi completa inconsciencia en ese entonces?

Me pongo de pie y me tambaleo a causa del alcohol. Recorro la habitación con la mirada. “Sí, tengo una biblioteca de cerca de trescientos libros; mi índice de lectura es superior al de la media, con al menos veinte libros al año; tengo una ortografía casi perfecta y un léxico que muchos envidiarían, ¿y eso qué?”. Nada de eso importa. Un renovado y terrible odio hacia mí empieza a invadir mi mente, comienzo a llorar y golpeo la pared con el puño cerrado. De nuevo con la mano derecha. El sangrado vuelve a surgir sin que esta vez me importe detenerlo. Golpeo una y otra vez la pared, dejando manchas rojas como en una pintura de Pollock.

Me tumbo sobre el suelo, consumido en llanto. Las manos me tiemblan y me siento deshecho por dentro. Logro serenarme un poco, la imagen que doy ante mí resulta irrisoria y comienzo a reír en carcajadas burlescas. Ni esto puedo tomármelo en serio. Soy una broma.

Me levanto lentamente, abro la puerta y voy camino a la cocina. Ahí, como una imagen de salvación, veo el cuchillo. Sus afilados dientes reposan junto con los trastes limpios. “Menos mal", pienso, "no tendré que lavarlo”. Lo tomo con la mano izquierda, observándolo fijamente en mi recorrido a la habitación. Entro y cierro la puerta con seguro. Me siento en el colchón y pongo a Pink Floyd en el estéreo, con repetición y todo, para que la música no pare de sonar incluso después de muerto. Si voy a hacer el corte final, quiero que sea con Pink Floyd.

Deposito el cuchillo sobre mi improvisación de mesa y me preparo para el ritual. Del cajón donde guardo la ropa interior extraigo las sábanas, tomo una y la pongo a un lado de la mota. Prepararé un churro, el último before I die. Ya tenía la mota lista para una ocasión especial, claro que no tan especial como ésta, pero qué más da. Lo forjo gordito; parece una pequeña oruga reposando sobre la palma de mi mano. Lo enciendo y fumo de él.

A cada toque, alguien de mi pasado viene a mi mente, gente sin importancia y tantos otros a quienes llegué a tenerles cariño. Todas las mujeres que llegué a amar desfilaban como en pasarela frente a mis ojos; desde Janeth, en primero de primaria, hasta mi querida Sofía. A todas las amé en diferentes formas y grados. También todos aquellos amigos que me acompañaron a lo largo de mis aventuras; podría escribir un par de libros con todas las hazañas que realizamos juntos.

Luego recuerdo que me olvidé de pagar la cuota mensual a la señora del mantenimiento. Río… las cosas en las que piensa uno en estos momentos, caray. Termino el churro y me siento lo suficientemente exhausto como para dormir por días; quizás al tercero despertaría, justo como Chuchín.

Una sonrisa se dibuja en mi rostro; me siento de buen humor y hasta bromear me sale con naturalidad. Tomo el cuchillo y lo paseo entre mis dedos, indeciso sobre qué hacer con él. ¿Encajarlo en mi estómago y hacer un corte en diagonal al estilo harakiri?, ¿o quizás cortarme la garganta como lo habría hecho Harry Haller en su cumpleaños número cincuenta? Mmm… no, lo mejor será algo tranquilo. Presiono la punta de la navaja contra mi antebrazo izquierdo. “Será al estilo emo, sólo que bien hecho y sin errores”, me dije. Estaba a punto de hacerlo cuando de pronto me entró una sed salvaje. Ni modo, me complaceré cuanto pueda antes de partir al otro mundo, antes de que mi voz se extinga; que estire la pata, pues.

Pongo el cuchillo a un lado mío, tomo la jarra con ambas manos y bebo hasta la última gota del líquido vital, ¡ja!, y pensar que es llamada así, “líquido vital”. Pues veamos qué tan vital será una vez que me desangre. Deposito la jarra en el suelo y vuelvo a lo mío. Es ya de noche y aún no he hecho “algo productivo”. Bueno, tomo el cuchillo y lo presiono contra mi piel, pensando en qué tipo de corte hacer. ¿Uno largo que recorra desde la muñeca, pasando por el antebrazo hasta el comienzo de los bíceps, o cortes transversales a lo largo del antebrazo? Decisiones, decisiones. ¡Sí, lo tengo! Presa de un impulso, desgarro mi antebrazo con múltiples cortes, sin reparar en el insufrible dolor que esto me ocasiona, hasta que fui perdiendo las fuerzas de mi brazo derecho; se escapaban con la sangre que empapa el colchón.

Una dulce somnolencia me comenzó a invadir. Deposité el cuchillo a mi lado y con la poca energía que me quedaba me acomodé en mi lugar. Me recargué en la pared con las piernas cruzadas, viendo directamente a la puerta. Esbocé una sonrisa para aquel que me encontrase. Dulce bienvenida. Y así como es de noche, volví a caer dormido.

miércoles, 13 de junio de 2012

De cuando buscamos sombras en la luna

Se despierta precipitadamente, dejando atrás la pesadilla. Una gota de sudor frío corre su mejilla hasta su quijada. Lleva su mano a la cabeza y palpa su húmeda calva. Pone un par de dedos en su cuello y nota su angustioso palpitar. Da un suspiro y cierra los ojos con fuerza en intento de recobrar memoria. ¿Qué sería lo que soñó que lo devolvió a la realidad? No lograba alcanzarlo, el recuerdo pasó a ocultarse en lo más hondo de su conciencia.

Remueve la cobija y pone los pies fuera de la cama. De nuevo el mismo sueño lo despierta a la mitad de la noche; aunque no lograra recordarlo, sabía que se trataba de lo mismo. Mira el reloj que se encuentra sobre el buró; son las tres y media de la mañana y se encuentra completamente despierto. Se calza las zapatillas y no se decide a qué hacer. Quizás un vaso de leche tibia vendría bien. Toma la vela que se encuentra a un lado del reloj y la enciende con un fósforo.

Camina pausado, su pierna mala no parece desentumirse del todo y ha comenzado a darle molestias. Le da tres bruscos golpes y prosigue su marcha. Sale de su habitación en dirección a las escaleras. Las  observa con desprecio, veinte escalones que tendrá que descender y volver a subir llevando a cuestas su pierna herida. Desciende la escalera contando los escalones, verificando que todo se encuentre en su lugar. Nadie viene ya a esta parte de la iglesia, por lo cual todo debería permanecer siempre igual.

Antes tuvo un ayudante, un jovencito radiante, dispuesto a servir a su señor. Pero tuvo que marcharse, el demonio vino por su alma apenas éste buscó su muerte. El hombre lo extraña en demasía, ya no tiene a quien compartirle sus secretos y Dios es sordomudo.

Llega finalmente al piso inferior, donde se encuentra la cocina con su bien surtida despensa. El pueblo será pobre, pero a él nada le falta; las señoras se encargan de mantener la despensa siempre llena. A veces llegan heridas, cubiertas de moretones a causa de las golpizas que sus esposos les propinan. Ellos piden comida después de un arduo día de trabajo, y ellas que nada dan, perdidas en su misión de mantener contento a su dios y obtener sus bendiciones. Pero en este pueblo ningún alma logra salvarse.

En este pueblo, las familias tienen pocos integrantes, no hay más opción, la comida escasea y no todos pueden comer. En el mejor de los casos los padres se quedan con un niño. Si algún otro nace, es tirado en el hoyo que se encuentra en el centro de la plaza. O allá en el bosque, donde se pueden encontrar fetos putrefactos, abandonados al infortunio por madres atemorizadas a la represalia general; las mujeres embarazadas son vistas como señal de mala suerte por la gente del pueblo, les aterra pensar que haya otra boca que alimentar. El cura mismo decretó esa orden y su palabra es tomada como ley. Cualquier familia podría tener sólo un hijo, y todo aquel niño que naciera después, tendría que ser sacrificado. Es por eso que las muchachas se pierden en los bosques para abortar a sus crías. Cualquiera que se negara a sacrificarlo, sería apedreada por las mujeres del pueblo.

Llega a la cocina y deposita la vela sobre la mesa, toma el jarro de la leche y bebe de el. Escucha un ruido que lo hace volverse asustado. No debería haber nadie en la capilla, él mismo cerró sus puertas con candado. Se asoma al corredor que da hacia ésta sin ver nada ni a nadie. Deposita el jarro en su lugar y toma la vela para dirigirse al altar de la capilla. Escucha risas infantiles y pasos. “¡Más les vale que se dejen de juegos y se muestren, traviesos!”, dice, sin que nadie responda. El aire se vuelve denso y el oxígeno entra con dificultad a sus viejos pulmones. Corre tan rápido como puede a la capilla, esperando sorprender a los chiquillos; pero no logra ver a nadie con la poca luz que irradia su vela. Sube al altar y enciende las velas para observar con mayor claridad. Al terminar de encender la última de éstas, se da vuelta y se percata de una enorme y oscura figura que se oculta en la penumbra, justo en la puerta de la capilla. Camina despacio para no ser escuchado; seguro serán dos niños queriendo asustarlo.


La figura se encuentra encorvada, como de rodillas, dándole la espalda. Cuando llega hasta donde se encuentra, lo toma por el hombro con fuerza y éste comienza a hacerse más grande, emergiendo imponente, gira, dándole la cara al hombre. El cura retrocede unos pasos, aterrorizado. Un graznido le desgarra los tímpanos, pierde equilibrio y cae de espaldas al suelo. Su mente se pone en blanco, su cuerpo se entume y no puede siquiera gritar. Un enorme cuervo se posa frente a él, abriendo sus alas por completo. La luz de las velas se refleja en su plumaje y el párroco tiembla, moja su pijama víctima del pánico. El cuervo levanta su afilado pico y lo descarga sobre el rostro del hombre, atacando sus ojos.

De pronto despierta, está empapado en sudor, tiembla incontrolable y ha mojado la cama. Se toca el rostro con ambas manos y se percata de que sólo era un sueño. El mismo que tiene desde hace meses, después de perder a su ayudante en las garras del demonio. Vuelve a reposar su calvo cráneo sobre la almohada y espera a que amanezca. Ha perdido el sueño y le aterra la idea de volver a dormir.

martes, 12 de junio de 2012

De jugar a quemar hormigas con una lupa en mano


Camina lentamente bajo el inclemente sol, arrastrando un enorme bulto por detrás suyo. Lo lleva cuesta abajo, hasta las faldas de la montaña. El interior del bulto se sacude frenético intentando liberarse, violentos espasmos lo hacen retorcerse sobre el árido suelo. La vieja toma una roca y la deja caer sobre el saco, que lanza un grito ahogado, sacudiéndose con más fuerza que antes. La anciana mira el bulto con repulsión, como si le molestara que aún pudiera moverse. Se pone en cuclillas y vuelve a tomar la roca, descargándola una y otra vez sobre el bulto que va dejando de moverse a cada golpe que le es propinado. Algo cruje en su interior, quizás el cráneo, quizás un brazo. La sangre aparece como una ligera mancha, haciéndose más grande hasta empapar toda la tela. La anciana continúa golpeando, sudando a cántaros por el esfuerzo.

Una vez que el bulto ha quedado inmóvil, arroja la roca lejos de ahí, resoplando exhausta. Seca el sudor con el dorso de su mano izquierda. Necesita tomarse un descanso. Sobre su cabeza, en el cielo, los buitres rondan haciendo círculos en espera de bocado. Se arrodilla y olfatea su carga, la sacude con los brazos cerciorándose que haya muerto.

Se pone de pie y posa su vista en el cielo, un rayo de luz en los ojos la deja ciega momentáneamente. Retrae la mirada y maldice al sol con odio. Sabe que la ha cegado intencionalmente por mera diversión. Se contrae y restriega sus ojos con las manos, tratando de recobrar la vista. Una fuerte risa, venida de lejos, llega hasta sus oídos. Aguza la mirada para encontrar la fuente de tan burlona carcajada. Allá lejos, donde comienza el bosque, lo ve prendido de una rama. Un enorme y majestuoso cuervo. Lo maldice a él también, que siempre la vigila, pendiente de todo cuanto hace. Le hace una seña obscena y le grita que se largue. Pero éste no se mueve.

Patea el bulto para liberar su enojo, luego toma la soga y continúa su camino. Es medio día y el sol parece querer fundirlo todo con su calor. El andar de la vieja se vuelve lento y anárquico, zigzaguea y pierde dirección. Las piernas comienzan a fallarle, el sol se ha hecho insoportable y sabe que Él disfruta viéndola padecerlo. Pero ya no falta mucho, ya puede ver el lugar donde ha hecho la zanja para enterrar el cuerpo.

Por fin llega a la que será la tumba de la muerta. Desata el nudo y tira el contenido en el hoyo. Una joven no mayor de dieciséis años, con el cuerpo magullado, lleno de moretones y cortaduras, yace inmóvil en el fondo. Tiene el cráneo hecho trizas por tan tremenda golpiza y el estómago hinchado y de color verduzco. Aún muerta, la expresión de terror y sufrimiento no desapareció de su rostro. La vieja observa sin hacer movimiento alguno, absorta en sus pensamientos. Su perfil comienza a endurecerse y desencajarse de rabia, aprieta la mandíbula y comienza a gritar como desquiciada; se hinca y golpea el suelo, luego toma piedras cercanas y las arroja al cuerpo de la doncella preñada. Escupe y maldice llena de ira. “¿¡Por qué, por qué!?”, se le escucha gritar salvajemente.

El cuervo observa desde lejos con diversión, la escena que se le presenta. Abre sus inmensas alas y emprende el vuelo hasta perderse de vista. La anciana decrépita llora inconsolable ante su fracaso.


lunes, 11 de junio de 2012

De cómo esconderse sin cerrar los ojos


Da un paso fuera de su lugar, fuera del círculo. Sonríe divertido, Abuela aún no se percata de ello. Ahora da un brinco y sus desnudos pies quedan abiertos a pocos centímetros por fuera de la circunferencia. Nada pasa, su abuela continúa concentrada en sus propios menesteres.
Ahora, con las piernas abiertas como escuadra, comienza a dar la vuelta muy despacio, balanceando el peso de su cuerpo a un lado y a otro con la punta de los pies, sin doblar las rodillas. Dobla los codos justo a la altura del pecho y gira el torso de izquierda a derecha, rítmicamente, a la par de los pasos que da para darse vuelta.

Continúa, procurando no hacer ruido para evitar ser escuchado por su malhumorada abuela. ¡En caso de que lo oyese, el jaleo que se le armaría!

Abuela dice que el círculo es para evitar que lo encuentren. Quien sea. Lo buscan hacerle daño, para llevárselo lejos. Todo esto le dijo la abuela, víctima de un ataque de habla. Abuela no suele hablar mucho, murmura a cántaros, sí, pero su mensaje a nadie, es siempre incomprensible. Quién sabe a quien hable. O quién sea el que escuche. Pero para él nada de eso importa, puesto que ahora disfruta de su pequeño baile.

En la habitación contigua se encuentra su hermano, dentro de un círculo igual al suyo, usando la misma corona triangular en la cabeza. Él puede gozar de no poder ser visto por Abuela; bueno, ambos comparten de lo mismo, Abuela es ciega, pero su olfato y oído están desarrollados a tal nivel, que la vista sólo entorpecería su interpretación de cuanto sucede. Porque a veces pasan cosas que no pueden verse con los ojos, sólo se escuchan. Pero ellos no saben qué es lo que escuchan, lo que significan todos esos enigmáticos ruidos que llegan a sus oídos. Cuando se producen estos sonidos, que incluso el par de hermanos oyen, la abuela habla, conversa a viva voz con… “eso”. No hay otra forma para llamarlo, al menos ninguna que sus pequeños e infantiles labios conozcan.

Abuela está en una esquina, puesta de rodillas e inclinada con la frente contra el suelo. Algo dice con mucha excitación a la esquina de la habitación; su espalda se sacude un poco, quizás por hablar en esa posición. Cuando él y su hermano notan que la abuela está en silencio, el aire se torna pesado, incluso respirar se vuelve complicado.

Completa la vuelta que se encontraba dando. Abre los ojos y queda petrificado. Su abuela está frente a él, con los ojos llenos de neblina. Esboza una sonrisa sin dientes, sólo encías grises, carcomidas como por polillas. El niño sonríe pícaramente, descubierto en pleno juego. No habla, puesto que no es lo que debe. La abuela no mira con los ojos, sino con su nariz; huele el terror, la orina que desciende por su pierna, mojando su pantalón; el infante teme a las represalias propinadas cuando se sale de su sitio. La abuela siempre sabe lo que ellos hacen, incluso sin verlos.

Las ruinas de mujer permanecen estáticas frente a él. Sus ojos deambulan sin orden; inútiles vagan sin percibir luz, color o textura dentro de tanta negrura. El Sol calcinó todo lo que algún día vio.

Su respirar es pausado, con pequeños suspiros o bocanadas de aire, como si degustara su sabor. Aleja su arrugada y achatada cara del rostro del niño, que la mira para nada divertido. Sus facciones se encuentran tensas. Su mirada clavada en la esquina donde solía encontrarse la vieja hasta hace unos momentos. Dirige con gran esfuerzo su vista hacia el magullado rostro de la anciana. Ella sonríe complacida.

Se endereza y va al cuarto vecino, a ver qué fortuna ha tenido el otro niño. Lo mira de reojo con aquella vaciedad en sus ojos, con la cabeza vuelta hacia el techo. Mueve los labios sin pronunciar palabra alguna. El chico se encuentra poseído por una de las múltiples caras de Él. La vieja ríe sordamente, otro ritual ha concluido.

miércoles, 6 de junio de 2012

De gravedad y caída (De Sofía y Rogelio)

Con la mirada perdida esperas paciente. Has olvidado traer siquiera un libro para ahuyentar el aburrimiento, para distraer el pensamiento. Tu párpado izquierdo tiembla nervioso, lo frotas con el dorso de la mano. De tu bolso sacas un pequeño espejo para observarte en él. Notas lo cansada que te ves. La falta de sueño te ha dibujado unas horrendas ojeras. Ya no sonríes como lo hacías un mes atrás, cuando ignorabas la tormenta que se avecinaba. Ahora eres solo una chiquilla tomando decisiones de adulto.

La sala de espera se encuentra vacía. Eres la única paciente de la tarde. Es mejor así, no tendrás que cruzar palabra con nadie. Tal vez debiste llamarlo para que te acompañara, pero eso requeriría de largas explicaciones, quizás discutirían y él se negaría a hacerlo, te pediría que esperaras hasta haberlo pensado con detenimiento. Por eso es mejor así. Con solo verlo se caería tu teatro.

Flexionas tus piernas subiéndolas a la silla y recargas tu frente en las rodillas; los brazos cuelgan lánguidos. Tu negra cabellera te priva de la blanca y estéril luz de la habitación. Tu cita no sería sino hasta dentro de una hora, ¿Por qué viniste antes sabiendo que tendrías que esperar? Levantas la mirada para inspeccionar los objetos a tu al rededor. Lo olvidabas, sin tus lentes no ves nada. Buscas en tu bolso el par de anteojos y encuentras las pastillas tranquilizadoras que robaste a tu madre. Ahora caerían de maravilla. Das con los lentes y te los pones. Expulsas un largo suspiro. Te pones de pie y caminas al dispensador de agua. Tomas un cono de papel y lo llenas con agua fría casi hasta el borde. Lo miras por largo rato con la mente en blanco. Cierras el puño con fuerza, sintiendo el agua helada correr por tu mano. Tus facciones se endurecen en rabia espontánea, golpeas la pared con todas tus fuerzas. Tus nudillos tiemblan adoloridos. Las lágrimas fluyen enseguida. La soledad te abofetea con crueldad, te desarma rompiendo en llanto.

Estás tumbada en el suelo, lloras desconsolada. Las lágrimas empapan tus rojas mejillas, no hay quien te abrace y te diga que todo estará bien. Quisieras que Rogelio estuviese ahí para ti; que te tranquilice como cuando te daban tus ataques de ansiedad y atacabas tus muñecas sin piedad. Entonces el corría por las vendas y el alcohol; besando tus heridas y ahuyentando el dolor. Siempre estaba ahí cuando lo necesitabas. Pero ahora solo la soledad te acompaña.

La enfermera se hace presente, pregunta si todo se encuentra en orden. Recobras la compostura, no sin esfuerzo. Secas las lágrimas y te pones de pie entre sollozos que no se detienen. Ella te mira con curiosidad, sabe que podrías dudar y dar marcha atrás. Pero para ti ya no existe el retorno, ya te has arrojado al precipicio. La caída es ya inminente.

Vuelves a tu asiento, sacas tu ipod y te pierdes en el blues. Dejas que el vacío te consuma por dentro. Por fin llega la hora, la enfermera te hace señas con los brazos. Ha llegado tu turno, el doctor espera. No sabías si confiar en él, recomendado por una conocida de la universidad. Cuatro mil, el precio de un descuido.

Retiras los audífonos de tus oídos y respiras profundamente. Ya no hay vuelta atrás, el vértigo te envuelve. Pasas por detrás del mostrador hacia otra habitación. La enfermera te pide que te desnudes y te deja sola. Lo haces despacio. A cada prenda retirada, un recuerdo de las caricias de Rogelio. Un nudo se forma en tu garganta, quisieras llorar, gritar como desquiciada. Pero no viniste a hacer dramas, el servicio ya está pagado. Finalmente, te pones una ligera bata blanca. Ascética, como la luz que te cubre, como tu láctea piel. Te sientas en la camilla donde acomodaste tu ropa. Con tus dedos repasas la suavidad de tus muslos, recordando a Rogelio jugar con su rostro entre ellos, ladrando como cachorro y mordiéndolos juguetonamente. Sonríes.


La enfermera entra y pregunta si estás lista. Asientes a nadie. De tus labios escapa un "Goodbye, ruby tuesday".