lunes, 10 de agosto de 2015

Better off dead







He asesinado a muchas personas. No importa cómo lo mire, he hecho algo terrible. Desde el primer día, aquel en que terminé bañado en la sangre de aquella adolescente, he tratado de encontrar una justificación a mis acciones. Y funcionó, claro que sí. Me tragué la primera mentira que llegó a mi cabeza. Lo que fuera con tal de alejar de mi mente el sentimiento de culpa, no por eso olvidando el temor de ser descubierto y expuesto como lo que realmente soy.

Creí que todos sabían lo que había hecho, que lo llevaba impreso en el rostro con la sangre de mi víctima. Justo en la frente, donde todos pudieran leerlo. Pero pasaron los días y nada sucedió. No había noticias del asesinato de la chica en los periódicos. Ni siquiera informaban que hubieran encontrado el cuerpo. Nadie me buscaba, nadie sabía mi secreto. Entonces supe que no era la culpa lo que me asediaba. Era el miedo a ser descubierto, a ser apresado como una bestia inmunda. El miedo de ver el mundo que edifiqué caer en pedazos, moronas irreconocibles de lo que un día fue y no será jamás. Ese era el verdadero temor.

El cielo descarga su ira sobre la ciudad. Los relámpagos iluminan las oscuras calles por las que transito sin prestar atención a lo que me rodea, ni al rumbo que llevo. Sólo sé que necesito escapar, aunque no sé de qué. Tal vez de mí mismo. De lo que soy y que no puedo cambiar. La oscuridad me envuelve y no logro ver nada más allá de ella. He llegado al punto sin retorno. Al punto en el cual debo decidir qué es lo que quiero hacer. Si continuar con las mentiras, con todo el dolor y sufrimiento que he causado y que no se detendrá… o si debo ponerle fin a toda esta locura.

Cuando desapareció el pánico que causó en mí el primer asesinato, juré que no lo volvería hacer. Me dije que sólo fue cosa de una vez. Que ahora que lo había sacado de mi sistema, no tenía porqué volver a repetirlo. Finalmente lo había hecho y podría seguir adelante con mi vida. Qué ingenuo fui. A partir de entonces algo cambió. Fue como si un ente oscuro se hubiera adueñado de mi cuerpo, de mis pensamientos. El mundo a mi alrededor se había roto. Ya no era el lugar que alguna vez tomé por real y seguro. No… ahora las cosas estaban aún más claras. Este mundo es un lugar horrendo. Y más porque yo estoy en él, contribuyendo a crear la fetidez que hace que la gente se tape la nariz y mire a otro lado.

Pero sé que no pueden apartar la mirada. No realmente. Estamos acostumbrados a la violencia, es parte de nuestra vida. Somos bombardeados con ella desde todos los frentes. La muerte se ha convertido en parte de nuestro día a día, lo queramos o no. Yo sólo soy un agente más del caos. La muerte me ha encomendado enfriar tantos cuerpos como me sea posible. Está en mi naturaleza. Eso lo descubrí cuando encontré a mi segunda víctima.

Entonces no actué inmediatamente ni de forma impulsiva, como con la primera. Esta vez me tomé mi tiempo. No lo hice conscientemente, o tal vez sí. Me dije que mirar no hacía daño a nadie. Que mientras me mantuviera en la periferia, no habría problema alguno. La seguía a su casa todas las noches después de que salía de trabajar. Se convirtió en mi obsesión, en mi actividad extracurricular. No me faltaba el deseo de acercarme más a ella para poder escuchar su voz y respirar su aroma. En una ocasión estuve a punto de hacerlo, pero recapacité a tiempo. Lo mejor era no ser visto cerca de ella. No tardé mucho en aprender sus horarios y sus rutas, con quién salía, y hasta qué hacía cuando se encontraba sola. Estaba jugando un juego sumamente peligroso, en el cual no sólo ella saldría perdiendo.

Finalmente cedí al deseo. Esa mañana desperté con la certeza de que no podría soportarlo por más tiempo. Pasé el día pensando en cómo llevaría a cabo su secuestro, a dónde la llevaría para saciar con su cuerpo mi retorcida hambruna, y dónde terminaría por esconder sus restos del mundo. Supe cómo la asesinaría el primer instante en que la vi. Ese era el detalle. Su destino se definió en cuanto posé mis ojos en ella. Sabía que lo disfrutaría demasiado, que la diversión sería enorme y el éxtasis se apoderaría de mí.

Nunca me he sentido tan vivo como en aquellos momentos en los que la sangre de mis víctimas salpica y empapa mi cuerpo. El calor que me envuelve es sofocante, me nubla el pensamiento con cada corte, con cada penetración de la fría navaja en sus tibios cuerpos. Sé que tengo una enfermedad. Una que nunca podré curar. Y no estoy seguro de que quiera hacerlo.

Conduzco a toda velocidad por las desoladas calles de esta inmunda ciudad. Ya me he terminado la botella de whisky que traía conmigo, y siento que el momento de finalizar la noche se acerca. Las lágrimas corren por mis mejillas, pesadas y cálidas. No puedo dejar de llorar. No puedo dejar de sentir este inmenso odio por lo que soy, por lo que he hecho. Grito y aúllo perdido en mi sufrimiento. Por más que lo intente, no puedo cambiar lo que soy. Jamás podré. He guardado este secreto desde el inicio y me carcome no poder contárselo a nadie. Me encuentro extraviado, alienado de toda conexión humana real. Nada es lo que parece conmigo. Nadie sabe lo que realmente pasa por mi cabeza. No saben de la ira, del deseo de destruir todo a mi paso, de la doble vida que llevo.

He tomado una decisión, si acaso decir eso es correcto. Fue una idea fugaz, como aquellas que acudían a mi mente meses antes de tomar mi primera vida. Piso el acelerador hasta el fondo, rugiendo con el motor, buscando explotar junto con el. Pienso en mi familia y amigos, en lo que se dirá de mí después de que haya partido al infierno. En la fiesta de bienvenida que me darán espíritus y demonios cuando vaya a reunirme con ellos como un igual. Sólo puede ser de ese modo. Sólo así lograré conseguir paz.

Las curvas en el mirador de la ciudad son cada vez más angostas. La adrenalina dicta mi rumbo y sólo me queda abandonarme a sus instintos. Desabrocho el cinturón de seguridad, no tiene caso jugar con mi vida si no voy a salir perdiendo, ganando, ya nada tiene sentido. Río y grito con cada curva que logro superar sin impactarme contra los muros de contención. No hay necesidad de dejar explicaciones atrás. Nadie podría comprenderlo, ni yo mismo puedo hacerlo.


Alcanzo altura, como los halcones alzan el vuelo antes de abalanzarse sobre su presa en el suelo. Soy un halcón, un depredador. Eso nadie lo podrá cambiar. No importa cuánto lo intenten. No importa cuánto traten de convencerse de lo contrario. He llegado al fin de mi camino, literalmente. El primer impacto, contra la barra metálica que delimita el mirador, me confirma que es muy tarde para dar marcha atrás. Esta era la única conclusión lógica, terminar al fondo del barranco acompañado por las dos últimas mujeres que me hicieron sentir vivo. Encontrarán sus cuerpos en el maletero, creando más preguntas dentro del sinsentido de mi muerte. Ya habrá tiempo para explicaciones, sólo que no seré yo quien tenga que traer luz a la oscuridad en la que me he sumergido.