He
asesinado a muchas personas. No importa cómo lo mire, he hecho algo terrible.
Desde el primer día, aquel en que terminé bañado en la sangre de aquella
adolescente, he tratado de encontrar una justificación a mis acciones. Y
funcionó, claro que sí. Me tragué la primera mentira que llegó a mi cabeza. Lo
que fuera con tal de alejar de mi mente el sentimiento de culpa, no por eso
olvidando el temor de ser descubierto y expuesto como lo que realmente soy.
Creí
que todos sabían lo que había hecho, que lo llevaba impreso en el rostro con la
sangre de mi víctima. Justo en la frente, donde todos pudieran leerlo. Pero
pasaron los días y nada sucedió. No había noticias del asesinato de la chica en
los periódicos. Ni siquiera informaban que hubieran encontrado el cuerpo. Nadie
me buscaba, nadie sabía mi secreto. Entonces supe que no era la culpa lo que me
asediaba. Era el miedo a ser descubierto, a ser apresado como una bestia
inmunda. El miedo de ver el mundo que edifiqué caer en pedazos, moronas
irreconocibles de lo que un día fue y no será jamás. Ese era el verdadero
temor.
El
cielo descarga su ira sobre la ciudad. Los relámpagos iluminan las oscuras
calles por las que transito sin prestar atención a lo que me rodea, ni al rumbo
que llevo. Sólo sé que necesito escapar, aunque no sé de qué. Tal vez de mí
mismo. De lo que soy y que no puedo cambiar. La oscuridad me envuelve y no
logro ver nada más allá de ella. He llegado al punto sin retorno. Al punto en
el cual debo decidir qué es lo que quiero hacer. Si continuar con las mentiras,
con todo el dolor y sufrimiento que he causado y que no se detendrá… o si debo
ponerle fin a toda esta locura.
Cuando
desapareció el pánico que causó en mí el primer asesinato, juré que no lo
volvería hacer. Me dije que sólo fue cosa de una vez. Que ahora que lo había
sacado de mi sistema, no tenía porqué volver a repetirlo. Finalmente lo había
hecho y podría seguir adelante con mi vida. Qué ingenuo fui. A partir de
entonces algo cambió. Fue como si un ente oscuro se hubiera adueñado de mi
cuerpo, de mis pensamientos. El mundo a mi alrededor se había roto. Ya no era
el lugar que alguna vez tomé por real y seguro. No… ahora las cosas estaban aún
más claras. Este mundo es un lugar horrendo. Y más porque yo estoy en él,
contribuyendo a crear la fetidez que hace que la gente se tape la nariz y mire
a otro lado.
Pero
sé que no pueden apartar la mirada. No realmente. Estamos acostumbrados a la
violencia, es parte de nuestra vida. Somos bombardeados con ella desde todos
los frentes. La muerte se ha convertido en parte de nuestro día a día, lo
queramos o no. Yo sólo soy un agente más del caos. La muerte me ha encomendado
enfriar tantos cuerpos como me sea posible. Está en mi naturaleza. Eso lo
descubrí cuando encontré a mi segunda víctima.
Entonces
no actué inmediatamente ni de forma impulsiva, como con la primera. Esta vez me
tomé mi tiempo. No lo hice conscientemente, o tal vez sí. Me dije que mirar no
hacía daño a nadie. Que mientras me mantuviera en la periferia, no habría
problema alguno. La seguía a su casa todas las noches después de que salía de
trabajar. Se convirtió en mi obsesión, en mi actividad extracurricular. No me
faltaba el deseo de acercarme más a ella para poder escuchar su voz y respirar
su aroma. En una ocasión estuve a punto de hacerlo, pero recapacité a tiempo.
Lo mejor era no ser visto cerca de ella. No tardé mucho en aprender sus
horarios y sus rutas, con quién salía, y hasta qué hacía cuando se encontraba
sola. Estaba jugando un juego sumamente peligroso, en el cual no sólo ella
saldría perdiendo.
Finalmente
cedí al deseo. Esa mañana desperté con la certeza de que no podría soportarlo
por más tiempo. Pasé el día pensando en cómo llevaría a cabo su secuestro, a
dónde la llevaría para saciar con su cuerpo mi retorcida hambruna, y dónde
terminaría por esconder sus restos del mundo. Supe cómo la asesinaría el primer
instante en que la vi. Ese era el detalle. Su destino se definió en cuanto posé
mis ojos en ella. Sabía que lo disfrutaría demasiado, que la diversión sería
enorme y el éxtasis se apoderaría de mí.
Nunca
me he sentido tan vivo como en aquellos momentos en los que la sangre de mis
víctimas salpica y empapa mi cuerpo. El calor que me envuelve es sofocante, me
nubla el pensamiento con cada corte, con cada penetración de la fría navaja en
sus tibios cuerpos. Sé que tengo una enfermedad. Una que nunca podré curar. Y
no estoy seguro de que quiera hacerlo.
Conduzco
a toda velocidad por las desoladas calles de esta inmunda ciudad. Ya me he
terminado la botella de whisky que traía conmigo, y siento que el momento de
finalizar la noche se acerca. Las lágrimas corren por mis mejillas, pesadas y
cálidas. No puedo dejar de llorar. No puedo dejar de sentir este inmenso odio
por lo que soy, por lo que he hecho. Grito y aúllo perdido en mi sufrimiento.
Por más que lo intente, no puedo cambiar lo que soy. Jamás podré. He guardado
este secreto desde el inicio y me carcome no poder contárselo a nadie. Me
encuentro extraviado, alienado de toda conexión humana real. Nada es lo que
parece conmigo. Nadie sabe lo que realmente pasa por mi cabeza. No saben de la
ira, del deseo de destruir todo a mi paso, de la doble vida que llevo.
He
tomado una decisión, si acaso decir eso es correcto. Fue una idea fugaz, como
aquellas que acudían a mi mente meses antes de tomar mi primera vida. Piso el
acelerador hasta el fondo, rugiendo con el motor, buscando explotar junto con
el. Pienso en mi familia y amigos, en lo que se dirá de mí después de que haya
partido al infierno. En la fiesta de bienvenida que me darán espíritus y
demonios cuando vaya a reunirme con ellos como un igual. Sólo puede ser de ese
modo. Sólo así lograré conseguir paz.
Las
curvas en el mirador de la ciudad son cada vez más angostas. La adrenalina
dicta mi rumbo y sólo me queda abandonarme a sus instintos. Desabrocho el
cinturón de seguridad, no tiene caso jugar con mi vida si no voy a salir
perdiendo, ganando, ya nada tiene sentido. Río y grito con cada curva que logro
superar sin impactarme contra los muros de contención. No hay necesidad de
dejar explicaciones atrás. Nadie podría comprenderlo, ni yo mismo puedo
hacerlo.
Alcanzo
altura, como los halcones alzan el vuelo antes de abalanzarse sobre su presa en
el suelo. Soy un halcón, un depredador. Eso nadie lo podrá cambiar. No importa
cuánto lo intenten. No importa cuánto traten de convencerse de lo contrario. He
llegado al fin de mi camino, literalmente. El primer impacto, contra la barra
metálica que delimita el mirador, me confirma que es muy tarde para dar marcha
atrás. Esta era la única conclusión lógica, terminar al fondo del barranco
acompañado por las dos últimas mujeres que me hicieron sentir vivo. Encontrarán
sus cuerpos en el maletero, creando más preguntas dentro del sinsentido de mi
muerte. Ya habrá tiempo para explicaciones, sólo que no seré yo quien tenga que
traer luz a la oscuridad en la que me he sumergido.