miércoles, 30 de noviembre de 2011

De vaqueros y pistolas.


Todos en El Paso saben que no hay vaquero más temido y respetado que Roberto Santillán Molina, la mano más rápida de todo El Paso y sus alrededores. O el Incómodo Robe, como lo llaman sus amigos. ¿Amigos?, esos papanatas no merecen ese título y quién mejor para saberlo, que Robe. No son más que sus compañeros y rivales de juego. Ellos cuatro, siempre los ladrones; Roberto, el héroe, la representación en vida del Llanero Solitario, junto con su fiel corcel, Silver.

Daniel y Lalo, conforman a los bandidos: los “Mantas Malditas”, en honor a aquella noche en la que, acampando, asustaron a Roberto con mantas haciéndole creer que eran fantasmas. Roberto nunca olvidaría la gravedad de esa humillación. Y no sólo la humillación por el terror que le causaron, porque todavía después del susto, los canallas lo agarraron a patadas. Pero Roberto tenía un plan para vengarse la próxima vez que jugaran a los vaqueros…


Usa un sombrero ladeado, dejando un solo ojo al descubierto; jeans ajustados, atados a su cintura por piel de serpiente y una hebilla de plata con dos toros chocando cuernos; botas de piel de avestruz, y camisa azul de manga larga a cuadros. Robe, el temido por los malhechores de El paso.

Se encuentra tomando un descanso en una habitación del hostal La Republicana, trazando su próxima táctica para atrapar a los Mantas Malditas. Esta vez no se le escaparían, los tendría en sus manos. Se incorpora y mira a su alrededor con desconfianza, debe ser cauteloso y no bajar la guardia. A tipos como esos les gusta sorprenderte mientras tomas la siesta o cuando te encuentras almorzando. Pese a ser él mismo quien era, no podía dudar de un ataque en su contra. Pero sabía que no había más por temer, tomó un cigarrillo y lo puso en su boca. Era hora de ir a la habitación contigua y buscar en las cosas de Papá algo que lo ayudase a vencer a los otros chicos. Se detuvo un momento a pensar: él nunca les había hecho nada malo en realidad, pero ellos no dejaban de molestarlo y hacerlo perder siempre sólo por ser menor por dos años. “Si soy más listo que ellos”, se decía Roberto.  Entró a la habitación de Papá, dirigiéndose al armario. Abrió la puerta y deslizó una silla hasta la entrada del clóset, esperando alcanzar sitios más altos. Como todo niño, Roberto sabe que las cosas valiosas siempre son guardadas en las alturas, como las princesas de los cuentos. Ahí vio lo que buscaba: la caja de recuerdos de Papá.


La tomó con cuidado, pues era pesada. Fría como las noches de invierno, reposaba muerta sobre sus manos. Nunca había tenido una de metal en sus manos, una real. Deslizó el cargador para checar las municiones. Una sola bala. Quizás no necesitaría más que eso para amedrentarlos, pues ya no era sólo el pequeño Roberto contra los larguiruchos de sus amigos; no, ahora era Robe El Incómodo contra los Mantas Malditas.


Una oportunidad así no debe ser desaprovechada, tomó el revólver y se dirigió al espejo. Tenía que posar y verse como el vaquero que era. ¡Papá tendría que verlo, estaría orgulloso! Pronto, recordó una escena de una vieja película, en la que dos vaqueros decidían quién se quedaría con la hermosa dama. Pero no se batirían a duelo, no, jugarían a la ruleta rusa. Robe entró en papel. De pronto ya no era un niño de ocho años vestido de vaquero; y su reflejo no era él mismo, sino alguien más. El juego comenzó.


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Roberto, es padre soltero. Dos años después de iniciada la relación, muere dando a luz, Sofía Molina Herrera, siendo declarada muerta a las veintitrés horas con trece minutos, el trece de Febrero del dos mil cuatro. Dejando en vida una criatura, y a un hombre dolido e inexperto en paternidad.

Roberto mira el reloj de su computadora. Sólo unos instantes para terminar su turno en la oficina y poder marchar a casa. Llevaría a Robe a cenar a McDonald’s o a algún lugar así. Hoy es su cumpleaños. Roberto, habiendo hecho un estudio sobre las múltiples opciones de regalo para su hijo, se decidió a comprarle una pistola de agua. Sabe que su hijo adora al Llanero Solitario, al Bueno, y hasta al Malo.

Desde que Robe era más pequeño mostró interés por los vaqueros y el Viejo Oeste. Solía recostarse sobre el estómago de su padre y observar maravillado los episodios del Llanero, y toda película western que pasaran por televisión.

Dan las ocho y al fin decide irse a casa, guarda los documentos que se encontraba estudiando y cierra su laptop; toma su saco y sale de su oficina dándole las buenas noches a la secretaria. Camina a su automóvil, una Silverado roja. Sube en ella y prende el estéreo. Gorillaz ataca con un sabroso beat, “Kids with guns, kid with guns...”.

Llega a casa y encuentra una nota sobre el tapete de la entrada. Es de los amigos de Robe, le reclaman que no hiciera caso de sus llamados para ir a jugar. “Qué raro”, piensa Roberto. Abre la puerta principal y entra en la casa. Sólo se escucha el sonido de la T.V encendida. Va al cuarto de tele y la apaga. La casa entera se encuentra silenciosa y oscura. No hay ni una sola luz encendida. “Debe haberse marchado a dormir”, pensó. Sube las escaleras que conducen a la planta alta, esperando encontrar a su hijo durmiendo en su habitación.


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Todos en Los Azufres, cantina de mala muerte, esperaban ver por terminada la afrenta entre El Incómodo Robe y Robbie Scum. El premio: Marianne, la mesera del bar. Era simple, Robe la amaba y no iba a permitir que cayera en manos de un desalmado como Robbie. Ya llevaban siete rondas y aún nada. La bala se negaba a cegar vidas. Ahora era el turno de Robe. Tenía los nervios crispados, “ésta podría ser la última gota de saliva que trague”, pensó. Jala el gatillo y sólo se escucha un click vacío. Da un respiro, la suerte continúa sonriéndole.

Toca el turno a Robbie, que le arranca el arma de las manos y hace girar el cargador de forma veloz, y antes de que este dejara de girar, aprieta el gatillo. Nada. La pobre Marianne no pudo soportar más y cayó desmayada sobre el suelo. Genaro, el barman de la cantina la levantó y puso en una silla. No podía permitir que eso distrajera a nuestro héroe.

-Espero estés listo para perder, Robbie. Esta noche Marianne partirá conmigo y nos casaremos en la capilla del pueblo, mientras tú estarás seis pies bajo suelo, como el gusano que eres. –Dijo Robe, armándose de seguridad y valentía.

-Ya veremos quién es el que ríe al último, canalla.- Respondió Robbie.

Robe toma el revólver y hace girar el carrusel. Ante sus ojos, espera a que éste se detenga antes de ponerlo justo en la sien y presionar el gatillo. Cierra los ojos, pidiendo a Dios lo ayude a obtener la victoria y terminar de una vez con el duelo. Click. Uf, de nuevo la suerte está con él. Ahora le pasa el arma a su rival, esperando que todo termine, está exhausto y no cree poder soportar por más tiempo la tensión. Robbie bebe de un trago el tequila que tiene a su lado y gira el tambor.

Todos en Los Azufres quedaron azorados, viendo como el héroe se llevaba la victoria a los hombros. Ese último click; ese último estallido terminó con Robbie. La había salvado. Marianne salió a su encuentro, lo besó y le dio la despedida: te encontraré del otro lado del espejo –le dijo en un susurro-.



Loca Ciudad.


Todos los días le miraba en el semáforo de siempre. Usaba unos botines que me hacían recordar el servicio militar: mal lustrados, y vistos desde cerca, bastante rotos y sin agujetas –podía vérsele haciendo prodigiosos intentos para evitar que se le escaparan de los pies-. Un pantalón de casimir color negro -brilloso por la grasa y por el uso-; saco, ídem; sombrerito bombín, y un fierro oxidado que fungía como bastón. Su rostro, exhausto, se amurallaba tras una cubierta de maquillaje blanco y una mueca carmesí que se pretendía sonrisa. Si acaso una sola vez le echó un vistazo a su disfraz y nunca sospechó lo triste que resultaba ver a un payaso en blanco y negro, y sin una margarita en la solapa que alegre su desdichada e irónica vida –la laboral, pues-.

Como decía, lo encontraba siempre ahí, en el semáforo de Bocanegra y Paseo de Jerez: cuando tomaba la oruga a Delta, al regresar de la escuela, al ir al súper y en mis paseos de la tarde. Siempre actuando despistado, cómico y torpe ante un público apático. Representando su papel al filo de su realidad. Su público suele tener diversas reacciones ante un artista urbano como lo es Manuel: lástima, aversión, indiferencia u, en el caso de los niños, verdadera risa y alegría. Porque eso sí, Manuel o Cáspita –como se hacía llamar en el medio-, era todo un maestro de la diversión infantil -sus únicos admiradores-. Porque eso me decía él: “viera que sí, joven, la gente es reculera, mirándolo a uno como si tuviera sarna o estuviera loco; pero los niños no, viera, así de andrajoso como me ve, a ellos no les importa, no me juzgan, ni me tratan como si fuera perro callejero, nomás los viera, rete contentos que se les ve, se lo juro, aunque la lana no sea mucha, los chamaquitos me ayudan a llevar el día, pero bueno, joven, me regreso a la chamba que hay que darle de comer a las crías.”

Este primer acercamiento me hizo querer saber más; quizás de ahí saldría una buena historia. Al tercer día desde nuestra primera interacción, volví a charlar con él. Jefe de familia, de nombre Manuel Ignacio Pérez Morín, payaso de oficio, y padre, por caliente; casado con “La Martis”; un hombre de principios. “Martis”, su mujer, viera yo, era exigente pero cariñosa. Que pese a que nunca le logrará dar gusto con sus ingresos económicos, y con que a veces no coman para que los chamacos vayan a la escuela, pues está muy contento con su vida, que “ya qué”, que si está jodido no es porque quiera, pero qué le va a hacer. ¿El Gobierno?, no, de eso él no sabía nada, pues sí lee los periódicos pero sólo para saber cómo van sus leones esmeraldas; pero eso sí, la Carrera Presidencial”, no se la pierde. 

Yo no quería decir muchas cosas personales, lo más superficial o sin importancia.
Rogelio Ornelas, veintitrés años; estudiante de Sociología en la Universidad de Guanajuato, sí, allá, hasta la entrada de la ciudad, a cuarenta tortuosos minutos de casa en transporte público. ¿Novia?, no… al menos no oficialmente. Y es que en realidad no sabía en qué situación nos encontrábamos mi Sofía y yo. Nos veíamos varias veces, allá en la escuela, o quedábamos en casa de uno u otro; ella, de Antropología; chaparrita, delgada, buena pierna, de tez blanca y cabello lacio color negro. Ella, la que me tiene mal. En fin, es complicado, determiné.

Compartimos varias historias de amor y heridas de guerra. Manuel era todo un Don Juan en su época de oro. Entonces, no sé en qué momento mando todo al carajo y decido invitar a Manuel a beber unas cervezas. Me dice que sabe de una cantina “por aquí cercas”, barata y con buena botana. Nos dirigimos a dicho lugar. Una vieja cantina, “rascuacha”, dictaminé. Pero en fin, era un buen lugar para seguir charlando y hacer su historia. Una vez en la mesa, Manuel gritó: ¡Julián, dos pacífico!
Mientras le contaba a Manuel cómo era que había conocido a Sofía, se hizo de un dominó que sacó de su saco. Juguemos, dije. Mi padre me había enseñado a jugar al Dominó, a contar las fichas y arrinconar al enemigo sin compasión. Pero Manuel era muy bueno, encontraba salida a todas mis jugadas. Ganó. Si me ganas una, te regalo un dulcecito, me dijo. ¿Un dulcecito?, pregunté. Sí, un ácido, mi Roger. 

Ya estaba, me había dado la motivación que necesitaba, ahora tenía algo por lo cual jugar. Abrí juego por haber perdido. Hice comer a Manuel en dos ocasiones, y cuando estuve a punto de ganarle… ¡Bam!, que me hace comer. Pero sólo fue una, ahora verás, Manuel. Ni mandado a hacer, Manuel me daba la victoria con un seis.

-Je, ni modo, tú ganas. – Y me entregó el dulcecito.-

Saqué el pequeño trozo de cartón del papel aluminio , lo introduje a mi boca y lo pasé con ayuda de la cerveza.

Tras otros juegos amistosos de Dominó, Manuel se animó a poner música en la rockola. Comienza a sonar una guitarra, acompañada de la voz de la voz de mi maravillosa Janis. Las cervezas seguían llegando a la mesa.

La cantina era nuestra, cual estrellas de rock, dábamos un concierto a Julián, el cantinero, y a Josefina, su obesa y horrible mesera – de vez en cuando me arrojaba besos furtivos, que yo desdeñaba haciéndome el importante-. De pronto, todo se salió de control. Creo que fue entre los Beatles y los Rolling Stones. Manuel me apostó a que no podía actuar como él, esto era, hablar como él, reproducir sus movimientos, su ser. Le dije que yo había estudiado actuación en la prepa – lo cual era una inmensa mentira-, y que representarlo, no sería problema alguno. Y así lo hice; los tres reían, decían entre risas y aplausos, “así es Manuel, así es él”; y yo, siendo Manuel. Luego, cuando me encontraba bailando una de los Led Zeppelin, llegaron unos cuates, “quesque” mis amigos. Me tomaron por los brazos y me ayudaron a subir a la camioneta. Gracias, gracias -decía yo-, creo que estoy muy ebrio. No te preocupes, Manuel, todo estará bien –dijo mi amigo de blanco-. 

Me llevaron a una casota en donde me harían sentir mejor, me dijeron. Lo que me extrañaba era que todos me llamaban Manuel. Siempre que me confundían con él, les contaba sobre cómo lo conocí y quién era; y también, sobre quien era yo, pero no comprendían que yo no era Manuel. Tras pasar ahí la primera noche, pensaba en que Sofía no me encontraría si me buscaba, ¿sabría dónde me encuentro? 

Al fin pude hablar con el Dr. Montero, mi psiquiatra personal. Tras una introducción me pidió que le explicara lo sucedido la tarde del día anterior y así lo hice. Al terminar me dijo algo que me dejó perplejo: Nunca entré acompañado a la cantina, sólo entré y me senté en una mesa por horas, platicando a nadie sobre una tal Sofía. Luego, perdí el control, tuve un ataque. Acepté el reto, y así lo hice: los tres reían, decían entre risas y aplausos, “así es Manuel, así es él”; y yo, yo era Manuel.