Una mujer vieja, sentada a
la mesa, espera impaciente con la vista clavada en sus raquíticas manos. El
joven destinado a sacrificio no tardaría en llegar. Durante meses lo estuvo
observando deambular entre cerros, evitando ser visto por gente del pueblo; desmembrando
animales en rabia lasciva, liberando su furia contenida. El demonio con forma
de cuervo le reveló la profecía: “Deberás conseguir la sangre del elegido por
el Sol, atraerlo con magia, seducirlo y consumarte en su ser”. Él iría hacia
donde ella, la buscaría como el soldado busca la bala que terminará con su vida.
Con la renovación del sol las
jaquecas habían empeorado, ahora tiembla y se retuerce de dolor. No soporta
siquiera el hedor de las preñadas doncellas a las que sedujo con promesas
banas: libertad, cruenta prisión. Las almas de tantas otras descansan en
quietud dentro de tarros sellados sobre el librero, en incontenible sumisión.
Todas derramaron amargas lágrimas al ver cómo sus estómagos se hinchaban a causa
de las pócimas que tragaban por un embudo insertado en sus bocas, un resplandor
de espanto cegando su mirar; en su cabeza una voz macabra, profunda y rasposa,
pronunciando hermosas palabras, confortantes, provocadoras de pánico. Se iban
llenando hasta el hartazgo, con convulsiva ansiedad.
La anciana pasea lentamente por
la sala, sumergida en insidiosas lucubraciones. El chico pronto pasará por ahí
y las muchachas aún no están listas. Un ruido le causa un sobresalto, grita y
blasfema asustada, cree haber escuchado el sonido de pasos proviniendo del
exterior, quizás más de uno; el chico vaga solo, de ninguna forma podía ser él.
-¡Lárguense!- grita. Golpes atroces acometen contra la puerta, amenazando
tirarla. Continúa su andar pausado, nervioso y errático. Sus gritos inundan la
habitación, mezclándose con los impactos a la puerta. Se detiene, temblando de
rabia y temor; lleva su mano derecha al cuello, frotándolo con suavidad, siente
haberse desgarrado la garganta con tanto alarido. Los golpes cesan al poco
rato. Ahora sólo se escuchan los movimientos que hacen un par mujeres, presas
del pánico. Se dirige hacia ellas, dos esperpentos femeninos, recostadas en sobre
una cama matrimonial, grotescamente deformes a causa del líquido que las va
colmando, compartiendo el sino de sus predecesoras.
-Shh, shh, shh, ya, mis
niñas, no teman, seguro sólo han sido los duendes. Por acá se les ve mucho, ¿saben?,
vienen y molestan a esta pobre viejecita en la tranquilidad de su hogar. Normalmente
habría salido a su encuentro, procurando enviarlos al demonio, pero ustedes me
necesitan aquí, mis dulces criaturas.- Decía, acariciando los rostros de las
doncellas, dibujando espirales en sus frentes.
Éstas se sacudieron, como
intentando comunicar algo, pero el vejestorio de mujer las silenció, tenían que
guardar energía si querían finalizar con honores y no enterradas en la parte
trasera del cerro. Las observó con amor, desde siempre le encantó ver sus
rostros en ese estado que ella consideraba éxtasis. Ella misma configuró el místico
brebaje.
Ya ha pasado demasiado tiempo
y aún no aparece el joven. La vieja comienza a preocuparse, las cosas no están
saliendo como lo marcó el cuervo. Camina a la ventana que muestra el descenso
de la montaña, aguzando la vista en busca de cualquier señal que de noticia de
su invitado. Recordó lo que el cuervo le había dicho una semana atrás: “Debes
atraer al chico a tu cabaña y realizar el ritual solar antes que del cielo
bajen los remolinos de sombras, después, estarás a la merced del sol y ni
Satanás mismo podrá salvarte, así es como lo ha expresado el creador”.
No ve nada fuera de lo
común, sólo unos enanos oligofrénicos que juegan a unos treinta metros, ladera
abajo. Piensa en escarmentarlos por causarle el susto de hace un rato. Va a la
chimenea, en su interior, el caldero hierve cierto líquido negruzco. Mira los
recipientes que se encuentran en una repisa, sobre la chimenea, buscando algo.
Toma uno que contiene una sustancia de color verde, de aspecto turbio que simula
movimiento. Lo abre y vierte su contenido en el caldero, riendo roncamente a un
volumen bajo. Una columna de humo comienza a surgir de la mezcla que borbotea,
se queja; la perversa columna se concentra, tomando una tonalidad mohosa.
Continua riendo, olvidando todo lo que hacía hasta antes de ver a los enanos.
Va a la ventana nuevamente, quiere verlos agonizar con el hollín, efervescencia
letal.
Allá los ve huyendo del
tizne que consume toda flora y fauna a su paso. Algo la hace esbozar una mueca
de terror. Una parvada de aves negras surca el paisaje ante sus ojos, creando
formas confusas, ¡como remolinos de sombras! Comprendiendo que todo había terminado,
un escalofrío recorre su cuerpo. Clava sus uñas en los muslos, atravesando la
harapienta falda; sangran sus labios por tan violenta mordida que les propina;
su esfínter se libera incontenible. Corre sin pensarlo hasta el caldero, arrojándose
dentro del mismo, emergiendo cubierta por la sustancia corrosiva. Lanza un
terrible bramido que resuena en la habitación y en toda la montaña, una oscura efervescencia
comienza a cubrirla lentamente, consumiéndola.
Un cuervo de inmenso tamaño
y de feroz apariencia se manifiesta frente a ella; mueve la cabeza de un lado a
otro, decepcionado: él le advirtió.