viernes, 23 de marzo de 2012

De cómo darse un tiro sin ensuciar las sábanas


Una mujer vieja, sentada a la mesa, espera impaciente con la vista clavada en sus raquíticas manos. El joven destinado a sacrificio no tardaría en llegar. Durante meses lo estuvo observando deambular entre cerros, evitando ser visto por gente del pueblo; desmembrando animales en rabia lasciva, liberando su furia contenida. El demonio con forma de cuervo le reveló la profecía: “Deberás conseguir la sangre del elegido por el Sol, atraerlo con magia, seducirlo y consumarte en su ser”. Él iría hacia donde ella, la buscaría como el soldado busca la bala que terminará con su vida.  

Con la renovación del sol las jaquecas habían empeorado, ahora tiembla y se retuerce de dolor. No soporta siquiera el hedor de las preñadas doncellas a las que sedujo con promesas banas: libertad, cruenta prisión. Las almas de tantas otras descansan en quietud dentro de tarros sellados sobre el librero, en incontenible sumisión. Todas derramaron amargas lágrimas al ver cómo sus estómagos se hinchaban a causa de las pócimas que tragaban por un embudo insertado en sus bocas, un resplandor de espanto cegando su mirar; en su cabeza una voz macabra, profunda y rasposa, pronunciando hermosas palabras, confortantes, provocadoras de pánico. Se iban llenando hasta el hartazgo, con convulsiva ansiedad.

La anciana pasea lentamente por la sala, sumergida en insidiosas lucubraciones. El chico pronto pasará por ahí y las muchachas aún no están listas. Un ruido le causa un sobresalto, grita y blasfema asustada, cree haber escuchado el sonido de pasos proviniendo del exterior, quizás más de uno; el chico vaga solo, de ninguna forma podía ser él. -¡Lárguense!- grita. Golpes atroces acometen contra la puerta, amenazando tirarla. Continúa su andar pausado, nervioso y errático. Sus gritos inundan la habitación, mezclándose con los impactos a la puerta. Se detiene, temblando de rabia y temor; lleva su mano derecha al cuello, frotándolo con suavidad, siente haberse desgarrado la garganta con tanto alarido. Los golpes cesan al poco rato. Ahora sólo se escuchan los movimientos que hacen un par mujeres, presas del pánico. Se dirige hacia ellas, dos esperpentos femeninos, recostadas en sobre una cama matrimonial, grotescamente deformes a causa del líquido que las va colmando, compartiendo el sino de sus predecesoras.

-Shh, shh, shh, ya, mis niñas, no teman, seguro sólo han sido los duendes. Por acá se les ve mucho, ¿saben?, vienen y molestan a esta pobre viejecita en la tranquilidad de su hogar. Normalmente habría salido a su encuentro, procurando enviarlos al demonio, pero ustedes me necesitan aquí, mis dulces criaturas.- Decía, acariciando los rostros de las doncellas, dibujando espirales en sus frentes.

Éstas se sacudieron, como intentando comunicar algo, pero el vejestorio de mujer las silenció, tenían que guardar energía si querían finalizar con honores y no enterradas en la parte trasera del cerro. Las observó con amor, desde siempre le encantó ver sus rostros en ese estado que ella consideraba éxtasis. Ella misma configuró el místico brebaje.

Ya ha pasado demasiado tiempo y aún no aparece el joven. La vieja comienza a preocuparse, las cosas no están saliendo como lo marcó el cuervo. Camina a la ventana que muestra el descenso de la montaña, aguzando la vista en busca de cualquier señal que de noticia de su invitado. Recordó lo que el cuervo le había dicho una semana atrás: “Debes atraer al chico a tu cabaña y realizar el ritual solar antes que del cielo bajen los remolinos de sombras, después, estarás a la merced del sol y ni Satanás mismo podrá salvarte, así es como lo ha expresado el creador”.

No ve nada fuera de lo común, sólo unos enanos oligofrénicos que juegan a unos treinta metros, ladera abajo. Piensa en escarmentarlos por causarle el susto de hace un rato. Va a la chimenea, en su interior, el caldero hierve cierto líquido negruzco. Mira los recipientes que se encuentran en una repisa, sobre la chimenea, buscando algo. Toma uno que contiene una sustancia de color verde, de aspecto turbio que simula movimiento. Lo abre y vierte su contenido en el caldero, riendo roncamente a un volumen bajo. Una columna de humo comienza a surgir de la mezcla que borbotea, se queja; la perversa columna se concentra, tomando una tonalidad mohosa. Continua riendo, olvidando todo lo que hacía hasta antes de ver a los enanos. Va a la ventana nuevamente, quiere verlos agonizar con el hollín, efervescencia letal.

Allá los ve huyendo del tizne que consume toda flora y fauna a su paso. Algo la hace esbozar una mueca de terror. Una parvada de aves negras surca el paisaje ante sus ojos, creando formas confusas, ¡como remolinos de sombras! Comprendiendo que todo había terminado, un escalofrío recorre su cuerpo. Clava sus uñas en los muslos, atravesando la harapienta falda; sangran sus labios por tan violenta mordida que les propina; su esfínter se libera incontenible. Corre sin pensarlo hasta el caldero, arrojándose dentro del mismo, emergiendo cubierta por la sustancia corrosiva. Lanza un terrible bramido que resuena en la habitación y  en toda la montaña, una oscura efervescencia comienza a cubrirla lentamente, consumiéndola.

Un cuervo de inmenso tamaño y de feroz apariencia se manifiesta frente a ella; mueve la cabeza de un lado a otro, decepcionado: él le advirtió.

De cómo arruinar una fiesta de té sin manchar el mantel.


Descendía la ladera con inusitada celeridad, corriendo hacia un lado y a otro, como si el anárquico paso del viento comandara la dirección que habrían de tomar sus piernas. Sus brazos, extremidades poseídas por bruscos espasmos, golpeaban cabeza y cuerpo, intentando liberarse del dolor. Su mirada denotaba terror contenido, producto de noches sin sueño, pesadillas conscientes, constantes, que lo mantenían en un estado de alerta permanente. Taladros perforando su cráneo y su mente.

Sube a toda velocidad una roca inmensa y bastante empinada, cayendo y volviéndose a levantar, sin reparar en golpes y cortaduras causados por la demencia motriz. Cae retorciéndose, gruñe y bufa estrepitosamente, desgarrando la paz de la montaña. Una mueca siniestra se dibuja en su rostro, sus pupilas se ensanchan y contraen rítmicamente. Los músculos de su cuerpo se tensan en agonía, paralizándolo por unos instantes mientras una nube obstaculiza el ataque del sol contra su deforme y enclenque ser. Como por orden, golpea y restriega su cara contra la roca reiteradamente; mezclando sangre, tierra, saliva y piel. Se queda tumbado, esperando, quizás descansando.

Pareciendo recobrar un poco de sensatez, se pone de pie a manera lenta y cautelosa, temblando y exudando dolor; mira a su alrededor, comprobando terreno. Luego fija su vista en la cima, inalcanzable hasta hace un momento, intentando sonreír. Levanta la vista al cielo, observando cómo el sol recorre lentamente la nube, sublimando sus formas, hasta llegar a su final, propinando ira renovada sobre las heridas. El escozor funde su pensamiento, forzándolo a bajar  súbitamente la mirada, lanzando alaridos alternos, maldiciones de tiempos arcanos. Camina torpemente, persiguiendo altura, apresurando paso. Otra vez su cráneo es atacado por insistentes aguijones; un tambaleo detiene su andar, las náuseas surgen seguidas por una incapacidad para respirar. No pierde tiempo en sorteos, continúa su andar. La cima está cerca, esto le provoca esbozar una sórdida sonrisa, el clímax a su merced.

Una parvada de oscuras aves cruza el panorama, creando remolinos de sombras, funesto augurio. Una vieja cabaña, montaña arriba, denota su presencia vomitando humaredas de un color verde oscuro que lo cubre todo. La tierra árida se va cubriendo de tizne oscuro, éste efervesce al contacto con la precaria vegetación, pudriéndolo todo. En las faldas del sombrío monte, una roca grita con sangre un secreto que sólo los buitres escuchan. A sus pies, un raquítico bulto humano, roto y nauseabundo, sonríe en apacible frenesí.