Anoche
hicimos el amor. La hice mía y yo me entregué a ella sin reservas. La luna se
derramó sobre nosotros, cálida y reconfortante. No hubo más juegos, no más
preámbulos. La recorrí por cada rincón, haciendo míos todos sus secretos, interpretando todos sus silencios, sus suspiros, dejando partes de mí a lo largo del
camino. No dejé que mis dudas empañaran mi entrega. La lógica se quedó fuera de
nuestro trance pasional. Mis dedos fueron los pioneros que recorrieron y
descubrieron cada poro de su marmórea textura. Registraron a su paso cada ruta
posible que me llevara a perderme en lo breve y fértil de su extensión.
Me
dejé guiar por sus pausas y ritmos sin considerar mis instintos. Ella marcaba
el paso y yo la seguí de la mano, ciego como estaba. Coqueteaba, me susurraba
al oído lo mucho que nos divertiríamos. Incluso me reprendía con ternura cuando algo
no la satisfacía. Cedí por completo a sus mandatos y deseos, perdido en el
éxtasis provocado por lo que sucedía ante mis ojos.
Jamás
olvidaré la primera vez que posé mi atención en ella. El sólo recordarlo puede
hacer que sonría como bobo por horas. Fue así: Una suave neblina de nicotina
flotaba sobre mi cabeza. Parecía empeñarse en metaforizar, acertadamente, mi
estado mental de esos días: opaco, cancerígeno, finito. Había pasado por una
época estéril en la cual nada me satisfacía. Ni la música, alcohol o drogas, lograban conciliar mi espíritu. Temí estar muerto y que nadie se
hubiera percatado de ello. La mesera retiraba las botellas vacías cuando se
acumulaban de par en par en una esquina de la mesa. Tan sólo tenía que pedir
otra, para que ella se llevara los cascarones del tiempo consumido, perdido. La
cerveza no sabía bien, la música entraba a regañadientes por mis oídos, la
futilidad lo abarcaba todo con cruel descaro.
Pensé
que lo mejor sería pagar, e irme al terminar mi bebida. Llamé a la mesera para
pedirle la cuenta, pero antes de poder hacerlo, algo se cruzó por mi mente. No
supe qué fue, pero pedí una cerveza en lugar de la cuenta. ¿Qué fue lo que
cambió? Tal vez fue el reconocer a Bowie en las bocinas, o quizás un cambio en
la atmósfera. Inspeccioné el bar con detenimiento, intentando
alejarme de mis fatídicos pensamientos. Sólo veía rostros desconocidos, amorfos ante mi indiferencia, iguales a tantos
otros. Mi mirada llegó a la barra. Fue ahí que la descubrí, cómoda y
sonriente, inadvertida de mi mirada contemplativa. Estaba atónito. ¿Cuánto
tiempo había estado ahí sin haberme percatado de su existencia? ¿Cómo es que jamás me había cruzado con ella en la acera?
Traté
de disimular la sorpresa y la alegría que surgía en mí poco a poco. Se veía
hermosa, sin duda lo era. Me pregunté cuál podría ser su nombre, ¿cómo nombrar
algo tan majestuoso? Alejé mi vista de su figura, no podía quedarme como idiota, contemplando posibilidades, saboreando el potencial que podríamos alcanzar
juntos. Debía tranquilizarme, lo único que quería era acercarme a ella,
conocerle a cada detalle, escucharla y conversar hasta que no quedara nada más
por decir.
Me
enamoré, esa es la verdad. Por fortuna logré salir de mi estupor, dejé atrás los
nervios, y me atreví a preguntar su nombre. Desde esa noche me fue
imposible sacarla de mi cabeza. Su nombre no me bastaba, quería conocerla a
ella como concepto, como algo palpable, develar su ser de todo mito e ilusión. En vano
intenté acercarme a ella en más de una ocasión. Era tantas mis ansias, que lo
único que logré fue sentirla más lejana, como el psicótico que persigue un
espejismo utópico. Ella era un río y yo sólo podía escuchar el eco de sus
aguas.
La
encontraba a donde quiera que iba. Me divertía pensar en
aquello que sería propio de ella, en su andar, en su risa, en la postura orgullosa
que mostraba al pasearse por mi mente. Tal como la vi por primera vez... Es
cierto que no era la primera vez que me pasaba. En más de una ocasión he recorrido los senderos de la obsesión.
Nuestras
charlas eran breves y apresuradas. Ella iba y venía, yo esperaba. Lentamente
fui dibujando un trazo de aquello que la conformaba. Aún no conocía el panorama
completo, pero sabía que sería mejor que cualquier cosa que yo llegara a
imaginar. La confianza aumentó y me vi más osado en mostrar mi interés. No tenía
motivos para fingir ser paciente, conocerla se volvió imperativo.
En
ocasiones me sentí falto de esperanza, derrotado, persiguiendo una ballena
blanca por el infinito océano. Quizás nada de lo que hacía tenía sentido. La demencia llamó a la puerta y yo no me decidía a abrir. Sufrí, es cierto, aunque las pequeñas victorias eran las que le
daban razón a mi búsqueda. Una frase bien colocada, palabras precisas, guiños y
cursilería disfrazada, todo esto le encantaba. Día tras día me permitía
conocerla un poco más. Yo estaba maravillado, no quería apartar la vista.
Ella
debía saberlo, pues se tomaba el papel dominante muy en serio. “Esto, aquello,
aquí”, cedí el control por la recompensa suprema. A veces callaba, era esquiva
o se ocultaba tras un velo. No habría de ser sencillo con ella, así no sería
divertido. Jugaba gustoso a las escondidas, me encantaba poder encontrarla en
cada ocasión. Nos descubrimos afines, compartiendo más de un modo de pensar, de
sentir. La melodía que desprendía de su cuerpo me envolvía con fuerza,
haciéndome danzar según su humor.
Finalmente, llegó el momento de declararle mi amor. De entregar la correa y rendirme a su voluntad. Rió,
se mostró enternecida, y decidió hacerme una confesión: aquella sería la noche
en la que se entregaría a mí. Volvimos corriendo a mi casa del bar donde nos
conocimos por primera vez, esquivando charcos, gritando como primates bajo una
lluvia suave. Nos quitamos la ropa húmeda con el pretexto perfecto para entrar
en calor. Su cuerpo se me presentó como una revelación del porvenir, tan claro
y blanco como la luna. La sensación era tan poderosa que hizo crecer la marea,
arrasando todo lo que creía haber conocido sobre ella. Anoche hicimos el amor.
La hice mía y yo la escribí sin reservas.