viernes, 17 de octubre de 2014

Luna Roja


Es la mitad de la noche. La habitación está en penumbras. Apenas alcanzo a distinguir el ventilador que gira en el techo sin hacer el menor ruido. No recuerdo qué soñaba antes de despertar. Intento recordarlo pero hay una terrorífica sensación que evita que me concentre en ello. Cierro los ojos y respiro profundamente. Es esa misma sensación la que me despertó y sobre la cual me niego a saber qué es lo que la ocasiona. Espero no haberme orinado en la cama. Cuando era niña solía rezar antes de dormir. Ahora rezo porque no sea lo que temo.

Tengo doce años, ya no estoy en edad de mojar la cama, ¿por qué tendría que suceder ahora? Mamá va a estar muy enojada si se entera de esto. La última vez que lo hice, el dolor en el trasero por las tundas me duró por dos semanas. Cinco años desde mi último accidente. ¿Por qué ahora?

Se siente frío y húmedo. ¡Dios, qué pena! Cuando froto mis piernas la sensación se hace más evidente. Está pegostioso, como si ya se estuviera secando. ¿Cuánto tiempo habré estado durmiendo sin darme cuenta? Esto definitivamente no es agradable. Tal vez debería levantarme y cambiar las sábanas por unas limpias, sólo espero que mamá no despierte y vea lo que hice. La puedo escuchar ahora mismo: “¿Otra vez, Rebeca? ¿Otra vez te orinaste en la cama?” Y por supuesto, el lacerante cinturón esperando golpear mi trasero hasta dejarlo tan rojo como la navidad.


Hago la sábana y la cobija a un lado. Será peor una vez que esté seco, pero no quiero levantarme y ver mi “chistecito”, como lo llamaría mamá. Supongo que no tiene sentido seguir postergando lo inevitable. Me pongo de pie y camino hacia el interruptor intentando no tropezar con el desorden que es mi habitación. Enciendo la luz arrepintiéndome de haberlo hecho. Mi cama parece la escena de un grotesco crimen. Desearía haberme orinado…

lunes, 13 de octubre de 2014

Ella



Anoche hicimos el amor. La hice mía y yo me entregué a ella sin reservas. La luna se derramó sobre nosotros, cálida y reconfortante. No hubo más juegos, no más preámbulos. La recorrí por cada rincón, haciendo míos todos sus secretos, interpretando todos sus silencios, sus suspiros, dejando partes de mí a lo largo del camino. No dejé que mis dudas empañaran mi entrega. La lógica se quedó fuera de nuestro trance pasional. Mis dedos fueron los pioneros que recorrieron y descubrieron cada poro de su marmórea textura. Registraron a su paso cada ruta posible que me llevara a perderme en lo breve y fértil de su extensión.

Me dejé guiar por sus pausas y ritmos sin considerar mis instintos. Ella marcaba el paso y yo la seguí de la mano, ciego como estaba. Coqueteaba, me susurraba al oído lo mucho que nos divertiríamos. Incluso me reprendía con ternura cuando algo no la satisfacía. Cedí por completo a sus mandatos y deseos, perdido en el éxtasis provocado por lo que sucedía ante mis ojos.

Jamás olvidaré la primera vez que posé mi atención en ella. El sólo recordarlo puede hacer que sonría como bobo por horas. Fue así: Una suave neblina de nicotina flotaba sobre mi cabeza. Parecía empeñarse en metaforizar, acertadamente, mi estado mental de esos días: opaco, cancerígeno, finito. Había pasado por una época estéril en la cual nada me satisfacía. Ni la música, alcohol o drogas, lograban conciliar mi espíritu. Temí estar muerto y que nadie se hubiera percatado de ello. La mesera retiraba las botellas vacías cuando se acumulaban de par en par en una esquina de la mesa. Tan sólo tenía que pedir otra, para que ella se llevara los cascarones del tiempo consumido, perdido. La cerveza no sabía bien, la música entraba a regañadientes por mis oídos, la futilidad lo abarcaba todo con cruel descaro.

Pensé que lo mejor sería pagar, e irme al terminar mi bebida. Llamé a la mesera para pedirle la cuenta, pero antes de poder hacerlo, algo se cruzó por mi mente. No supe qué fue, pero pedí una cerveza en lugar de la cuenta. ¿Qué fue lo que cambió? Tal vez fue el reconocer a Bowie en las bocinas, o quizás un cambio en la atmósfera. Inspeccioné el bar con detenimiento, intentando alejarme de mis fatídicos pensamientos. Sólo veía rostros desconocidos, amorfos ante mi indiferencia, iguales a tantos otros. Mi mirada llegó a la barra. Fue ahí que la descubrí, cómoda y sonriente, inadvertida de mi mirada contemplativa. Estaba atónito. ¿Cuánto tiempo había estado ahí sin haberme percatado de su existencia? ¿Cómo es que jamás me había cruzado con ella en la acera? 

Traté de disimular la sorpresa y la alegría que surgía en mí poco a poco. Se veía hermosa, sin duda lo era. Me pregunté cuál podría ser su nombre, ¿cómo nombrar algo tan majestuoso? Alejé mi vista de su figura, no podía quedarme como idiota, contemplando posibilidades, saboreando el potencial que podríamos alcanzar juntos. Debía tranquilizarme, lo único que quería era acercarme a ella, conocerle a cada detalle, escucharla y conversar hasta que no quedara nada más por decir.

Me enamoré, esa es la verdad. Por fortuna logré salir de mi estupor, dejé atrás los nervios, y me atreví a preguntar su nombre. Desde esa noche me fue imposible sacarla de mi cabeza. Su nombre no me bastaba, quería conocerla a ella como concepto, como algo palpable, develar su ser de todo mito e ilusión. En vano intenté acercarme a ella en más de una ocasión. Era tantas mis ansias, que lo único que logré fue sentirla más lejana, como el psicótico que persigue un espejismo utópico. Ella era un río y yo sólo podía escuchar el eco de sus aguas.

La encontraba a donde quiera que iba. Me divertía pensar en aquello que sería propio de ella, en su andar, en su risa, en la postura orgullosa que mostraba al pasearse por mi mente. Tal como la vi por primera vez... Es cierto que no era la primera vez que me pasaba. En más de una ocasión he recorrido los senderos de la obsesión.

Nuestras charlas eran breves y apresuradas. Ella iba y venía, yo esperaba. Lentamente fui dibujando un trazo de aquello que la conformaba. Aún no conocía el panorama completo, pero sabía que sería mejor que cualquier cosa que yo llegara a imaginar. La confianza aumentó y me vi más osado en mostrar mi interés. No tenía motivos para fingir ser paciente, conocerla se volvió imperativo.

En ocasiones me sentí falto de esperanza, derrotado, persiguiendo una ballena blanca por el infinito océano. Quizás nada de lo que hacía tenía sentido. La demencia llamó a la puerta y yo no me decidía a abrir. Sufrí, es cierto, aunque las pequeñas victorias eran las que le daban razón a mi búsqueda. Una frase bien colocada, palabras precisas, guiños y cursilería disfrazada, todo esto le encantaba. Día tras día me permitía conocerla un poco más. Yo estaba maravillado, no quería apartar la vista.

Ella debía saberlo, pues se tomaba el papel dominante muy en serio. “Esto, aquello, aquí”, cedí el control por la recompensa suprema. A veces callaba, era esquiva o se ocultaba tras un velo. No habría de ser sencillo con ella, así no sería divertido. Jugaba gustoso a las escondidas, me encantaba poder encontrarla en cada ocasión. Nos descubrimos afines, compartiendo más de un modo de pensar, de sentir. La melodía que desprendía de su cuerpo me envolvía con fuerza, haciéndome danzar según su humor.


Finalmente, llegó el momento de declararle mi amor. De entregar la correa y rendirme a su voluntad. Rió, se mostró enternecida, y decidió hacerme una confesión: aquella sería la noche en la que se entregaría a mí. Volvimos corriendo a mi casa del bar donde nos conocimos por primera vez, esquivando charcos, gritando como primates bajo una lluvia suave. Nos quitamos la ropa húmeda con el pretexto perfecto para entrar en calor. Su cuerpo se me presentó como una revelación del porvenir, tan claro y blanco como la luna. La sensación era tan poderosa que hizo crecer la marea, arrasando todo lo que creía haber conocido sobre ella. Anoche hicimos el amor. La hice mía y yo la escribí sin reservas.