lunes, 11 de julio de 2016

Niño detective



Desde que era pequeño me gustaba encontrar cosas. Ya fuera algo que mi madre o mis hermanos mayores hubieran perdido, yo estaba listo a resolver el misterio de la desaparición de dicho objeto. Dado que mis padres trabajaban gran parte del día, y de que mi hermano y mi hermana me llevan cinco y diez años respectivamente, contaba con plena libertad para ocupar mis tardes en las pequeñas actividades que me traían desasosiego y un sentido de realización. Encontrar objetos perdidos era una de esas actividades, y la que se me daba mejor. Nunca faltaba que surgiera algún misterio por resolver.

En una ocasión mi padre no encontraba el disco número dos de Grandes Éxitos de Queen que había quedado de prestarle a un amigo suyo. Mi padre dijo que no tuvo tiempo para guardar el disco en su caja, así que lo guardó en la caja de otra banda. El problema era que ya había pasado una semana desde entonces y no recordaba el nombre del grupo. ¿Led Zeppelin?, ¿tal vez los Rolling Stones? Vaya lío, ese disco de Queen contiene la canción Crazy Little Thing Called Love que tanto me gustaba escuchar pretendiendo que una escoba era mi guitarra eléctrica. No podía dejar que las cosas se quedaran así.

Comencé revisando las cajas que se encontraban sobre el estéreo y a un lado de las bocinas, y no lo encontré. Acto seguido, abrí las puertas del mueble donde se encontraba el estéreo, y me topé con el centellar de cajas de discos que tenía mi papá. Entonces recordé que la señora que nos ayudaba con el aseo había sacado todo del mueble para limpiarlo a profundidad tan sólo un par de días atrás. Cualquiera de esas cajas podía contener el disco.

Sin duda me llevaría mucho tiempo encontrarlo, pero siendo el niño de ocho años que era,  tiempo era lo que había de sobra. Debí tardar tres horas en revisar caja por caja hasta que el mueble estuvo vacío. Y ahí estaba yo. Sentado con las piernas cruzadas entre edificios musicales, sintiendo la frustración acumularse en mi infantil y pequeño ser. Mientras buscaba a la Reina encontré muchos discos en cajas a las que no pertenecían, así me di a la tarea de evitar confusiones y problemas futuros y poner orden al caos que tenía mi familia con la música. Finalmente guardé los discos en el mueble y cerré sus puertas lleno de coraje.

Ese era mi disco favorito. Alguien tuvo que haberlo tomado y no lo devolvió a su sitio, alguien después de mi papá. Me rendí, pensé en decirle a mi papá que había fallado, que no sería capaz de encontrar a la Reina. En mi derrota, decidí que lo mejor que podría hacer era escuchar algo de música para levantarme el ánimo. Encendí el estéreo y éste comenzó a reproducir el disco en su interior. Podrán imaginar mi sorpresa cuando escuché la voz de Freddie Mercury decir “It´s a kind of magic…” Todo ese tiempo el disco estuvo dentro del estéreo. Recuerdo haberme sentido como un idiota al no haber buscado primero ahí, pero los testimonios e indicios no apuntaban a que ahí se encontrara. Sin embargo, encontré el disco y el misterio se resolvió.

Hubo una lección en particular que aprendí siendo niño, y me la brindó un escurridizo roedor que había decidido cohabitar con mi familia sin nuestro consentimiento. Era una tarde de vacaciones decembrinas y me sentí de ánimos para ver Fantasía, de Disney. Tendría que haberla visto ya cientos de veces, pero nunca dejaba de encantarme. Abrí el cajón donde guardaba mis películas y encontré heces de ratón. Y no sólo eso, el roedor había mordido algunas de las cajas y arruinado las portadas de mis preciados tesoros, incluida la de mi documental sobre tornados de Discovery Channel. Estaba furioso.

Le comenté a mi madre del hallazgo y ella me encomendó la tarea de colocar las trampas. Me recomendó distribuirlas por toda la planta baja de la casa, pero yo sabía que lo primero que tenía que hacer era buscar más indicios de dónde pasaba el tiempo el ratón, por dónde es que se movía cuando no había nadie que lo viera. Así fue que encontré un rastro que iba desde la cocina, pasando por el comedor, hasta el estudio, donde guardaba mis películas. Fue a partir de esa evidencia que planté las trampas con un pegamento que le haría imposible escapar al roedor sin dejar algo de su piel atrás. Después fue sólo cosa de esperar.

Los días pasaron sin que cayera el ratón y comenzaba a perder la paz, pero finalmente lo hizo. Era el medio día y no había nadie en casa. Me encontraba solo e imperaba el silencio. Fue así que escuché golpecitos, apenas perceptibles, proviniendo del estudio. Mientras me acercaba pensé que el ruido provenía de la casa de mis vecinas, pero al entrar a la habitación me di cuenta del origen del sonido. La rata había caído.

Me asomé detrás del mueble de la tele y la vi ahí, a mitad de la cama de pegamento, luchando por escapar y respirando agitadamente. Pude percibir el pánico en su mirada al verme observándola desde lo alto, su desesperación cuando la levanté del suelo para llevarla a donde me pudiera deshacer de ella.

La idea inicial era arrojarla con fuerza a un punto indeterminado del baldío y dejar que muriera de hambre. Pero entonces me surgió un pensamiento más creativo. Dejé la rata en el patio delantero y subí al cuarto de mis papás para tomar la botella de alcohol etílico que mi mamá guardaba con el resto de los medicamentos, y tomé una caja de cerillos que guardaba en el buró de mi alcoba. Bajé corriendo las escaleras, tomé la trampa, y salí al baldío que se encontraba a tres casas de la mía. Sabía que no tendría mucho tiempo, pero aprovechando la cobertura que me brindaba la maleza, di con un pequeño claro que serviría para mis propósitos. En su centro había un enorme hormiguero. Podía verse a las hormigas salir y entrar del agujero, propagándose por todo el terreno por órdenes de su código genético.

Rápido y con cuidado di saltos sobre las puntas de mis pies hasta el centro del hormiguero, y deposité al ratón a la entrada de la guarida de las furibundas hormigas. En menos de un segundo ya estaban subiéndose a la trampa, listas para el ataque contra el objeto alienígena que amenazaba a su reina, a quien debían proteger a toda costa.

La criatura se sacudía, presa del terror al saberse impotente y completamente vulnerable para lo que vendría. Las hormigas avanzaron haciendo un puente con las que se habían quedado adheridas al pegamento, y llegaron hasta el pequeño roedor, que chillaba de dolor al sentir las pinzas de las hormigas cerrarse sobre su piel. No pasaron muchos minutos hasta que ya sólo podía verse una masa roja que se convulsionaba a causa del sufrimiento.

Fue hasta entonces que decidí darle muerte al animalejo. Abrí la botella de alcohol, y caminando velozmente sobre las puntas de mis pies, me acerqué y vertí parte de la botella sobre aquella masa roja. Le puse la tapa y rápido saqué los cerillos de mi bolsillo. Encendí uno y lo eché sobre el monte de hormigas que no dejaban de acumularse sobre mi enemigo. Tan pronto vi que el fuego se propagó, me alejé de ahí. Di saltos y me di palmadas en las pantorrillas para tirar las hormigas que se hubieran podido subir a mi pantalón. Entonces escuché un chillido horrendo, acompañado por el nauseabundo aroma a quemado que desprendía la carne del ratón, las hormigas, el pegamento y el plástico. Sentí ganas de vomitar y me fui de ahí, regresando a mi casa, la cual se encontraba nuevamente segura y libre de invasores.

Tal vez se pregunten qué lección aprendí de un acto de violencia innecesario como ese. Es sencillo. Si alguien se atreve a atentar contra aquello que amo, soy capaz de dejarlo reducido a cenizas si eso ayuda un poco a reparar el daño.

Si les comento todo esto es porque quiero que comprendan por qué estoy en un callejón, en medio de la oscuridad, con un bate de béisbol en mis manos, al acecho.

Hace tres semanas un infeliz asaltó a mi mejor amiga. Pero no conforme con robarle su bolsa, el desgraciado le dio una paliza que la llevó hasta el hospital. Me destrozó ver su hermoso rostro cubierto por una constelación que habían formado los moretones en su piel hinchada, y su mirada asustada, vacía. No sólo la destruyó física, sino también psicológicamente.

Al preguntarle sobre lo sucedido se mostró evasiva, sé que no era algo sobre lo que quisiera hablar, no cuando debía ser en lo único en lo que pensaba desde esa noche. Pero finalmente me dijo todo lo que necesitaba para dar con el maldito que se atrevió a lastimarla.

Ya lo había visto en varias ocasiones por la zona donde ella vive. Casi siempre de noche, otras por la mañana. Por lo general era un jueves o viernes, de eso está segura. Dijo que su aspecto es como el de un pendejo cualquiera, olía a alcohol y comenzó a insultarla y seguirla hasta el callejón donde ella vive. No supo en qué momento el sujeto se lanzó para arrebatarle el bolso. Ella forcejeó, naturalmente, y eso lo hizo perder el control. Comenzó a golpearla en el rostro y siguió golpeándola incluso después de que cayó al suelo. Pudo escucharlo escupir sobre ella antes de marcharse y dejarla semiconsciente.


Ahora comprenderán por qué no pude dejar que las cosas se quedaran así, en una simple denuncia al Ministerio Público y esperar a que las autoridades hagan su trabajo. Yo no tengo tanta paciencia, ni confianza en la proclamada justicia que imparte el Estado. Y como ustedes saben, desde pequeño me gustaba encontrar cosas. Es algo que se me da muy bien.

lunes, 23 de mayo de 2016

Every Day Is Exactly The Same






Otro día inicia. El techo blanco me abofetea con su cínico vacío. El sol brilla y la ciudad vuelve a la vida con sus ruidos metálicos y su smog. Las náuseas se acumulan en mi garganta y tengo que pasar saliva para no sentir que se me vuelve el estómago del disgusto de tener que pasar otra vez por lo mismo. Me quedo inmóvil debajo de las sábanas y hago mi mejor imitación de una roca pese a que la alarma sigue sonando y no se detendrá hasta que yo haga algo al respecto. Pero no hago nada. Mr. Blue Sky hace un inútil intento por motivarme lo suficiente para que levante mi trasero del colchón y comience la rutina, pero mi terquedad y deseos por no hacer cosa alguna son más fuertes. Y el techo blanco, que refleja la luz del exterior y la proyecta como navajas hacia mis ojos.

Seguro que si inspecciono mi habitación no encontraré rastro alguno de él. Todo estará limpio, sin rastros de la violencia acontecida la noche anterior. No habrá sangre, no habrá trozos de carne cercenada o piezas de un cráneo fracturado. Será como si nada hubiera sucedido. Otra vez. Como el día de ayer y el día anterior.

No sería tan desquiciante de no ser porque no queda evidencia alguna. No hay sangre por limpiar, no hay cadáver por enterrar. Sólo el vacío que es como el de ayer, pero más profundo, si es que eso tiene sentido. ¿Por cuánto tiempo tendré que soportar la misma estupidez, el mismo sinsentido que hace de mi vida una puta broma? Al carajo con todo.

Hago las sábanas a un lado y me incorporo con celeridad para forzarme a despertar, pero sólo consigo marearme y provocarme una jaqueca que me durará gran parte de la mañana. “Qué alegría estar vivo”, me digo en voz baja mientras me tomo la cabeza con las manos y cierro los ojos. Recuerdo que es miércoles y comienzo a hacer la lista de libros y cuadernos que tendré que llevar para las clases de hoy. Dentro de una semana comienzan los exámenes parciales y hay muchas tareas y trabajos por preparar. Eso sin contar que aún debo estudiar para las pruebas y que seguro dejaré todo hasta el final, como lo hice el semestre anterior, y como no faltaré en hacerlo ésta ocasión. Tantas cosas absurdas por las cuales preocuparse.

El día transcurre lento e insufrible como la muerte de una anoréxica a causa de la inanición. No sucede nada interesante o novedoso, los mismos rostros que recorren los pasillos, y escapar a fumar entre clases esperando un tumor se genere instantáneamente en mi cerebro y esa promesa de muerte se cumpla de una vez por todas, amén.

No es tan malo si lo veo como una posibilidad de distracción. Sí, no sucede nada nuevo, pero al menos esas interacciones me permiten privarme de otros asuntos más caóticos y fatalistas. Como el maldito cadáver que desaparece al fin de la noche. ¿A dónde es que va? ¿O quién se lo lleva? Tal vez todo sea imaginación mía, pero de ser ese el caso significaría que he perdido la razón, ¿no es así? Me deschaveté, se me fundió el foco, se me cruzaron los cables, me freí el cerebro. Vivo a la espera de que me pongan la camisa blanca y me encierren en una cómoda habitación acolchonada sin derecho a visitas. Lo preocupante es que ya podría estar en esa habitación blanca y quizás toda esta realidad sea sólo un constructo de mi mente enferma y severamente medicada. No hay modo de saberlo. Sólo espero que en esa realidad no termine siendo un vagabundo que recorre el centro de la ciudad con sus pantalones orinados y mantenga relaciones amorosas con perros callejeros. Digo, las posibilidades son infinitas y la vida es una perra, mejor tener contemplados los sitios siniestros en los que pueda pasar la noche.

Llego a la soledad de mi hogar, a su paz infernal y su blancura desquiciante. Hogar, dulce hogar. Me dirijo a la cocina sin un objetivo en mente. Abro el refrigerador y echo un vistazo. Nada apetecible. Pasa lo mismo con la alacena y sólo me queda hacer una mueca de frustración. No es que no tenga comida, pero no hay nada que me haga salivar. Ni hablar, no hay por qué comer si no se tiene antojo. Tal vez lo mejor sea tomar una siesta. De nada sirve querer funcionar si la falta de sueño me tiene hecho polvo.

Entro a mi habitación y enciendo el ventilador. Parece un maldito horno alemán. Ni en el infierno debe hacer tanto calor. Me tiro sobre la cama y me topo con el maldito techo blanco. Me recuerda del vacío y demás ideas maricas que me rondan como buitres esperado mi muerte. Lanzo un bufido a la nada y me giro boca abajo, todo estará bien en cuanto caiga dormido, la realidad no tiene por qué apestar. Respiro profundamente un par de veces, sintiendo mi cuerpo relajarse con la promesa del descanso. Pude imaginar la burlesca carcajada que estalló en mi mente cuando el estruendo de música banda llegó a mis oídos. Vivo cerca de un jardín de eventos y es usual que haya fiestas entre semana. Los odio con todo mi ser.

Me incorporo con violencia y enciendo el estéreo y la computadora. Pueden irse al diablo con su música horrenda, no estoy de humor para concesiones a extraños. Elijo una lista de reproducción aleatoria en itunes, me recuesto nuevamente boca abajo y cubro mi cabeza con una almohada. El enojo no se ha marchado y puedo imaginarme irrumpiendo en la fiesta con rifles de alto poder, listo para acabar con todos los presentes en mi camino al dj, al cual pondría de rodillas y lo miraría a los ojos con un revólver apuntando a su cabeza, lágrimas que se acumulan bajo sus párpados y resbalan por sus mejillas a causa de la gravedad. “Sólo quería dormir”, le diría antes de disparar el proyectil en su ojo derecho, esparciendo sus sesos en el suelo como una pintura de Pollock. Mi agente llegaría a mi lado y me diría que es la mejor de mis obras hasta el momento. Hablaría de hacer una exposición e invitar a Grimes para que sea la curadora. “El martes tienes una entrevista con Jimmy Fallon y quieren que seas coanfitrión en Saturday Night Live junto con Taylor Swift y Chris Pratt…” 

La oscuridad impera y me siento desorientado. La música se detuvo horas atrás y sólo queda el silencio. Debí dormir de más, es normal que suceda. Lo que no sé es por qué tenía que despertar. Escucho el ruido de una reja que se abre en la calle y me quedo estático y atento a ese sonido. ¿Podría ser la reja de mi casa la que están abriendo? No, tal vez no sea aquí. ¿Pero cómo saberlo con certeza? ¡Carajo! Me pongo de pie y voy a la habitación que da al frente de mi casa pero no hay nadie afuera. Eso no me tranquiliza. Tal vez ya han brincado la cerca y ahora tratan de abrir la puerta principal, por eso es que no los veo. Otra vez la paranoia.

Me doy por loco y entro al baño a vaciar mi vejiga. Si hago ruido tal vez se den cuenta que la casa no está sola y se marchen. Pero no hay nadie afuera, lo sé y eso sigue sin dejarme en paz. Doy otro vistazo a la calle antes de regresar a mi cama, pero me congelo al escuchar movimiento en mi alcoba. Ahí está. Camino cuidando de no hacer ruido y bajo a la cocina por un cuchillo. Esta vez no me sorprenderá desarmado, no señor.

Llevo el cuchillo en la mano derecha, listo para utilizarlo en contra de la bestia infame que repta y escupe bilis negra por todo el suelo. Criatura maldita, nos volvemos a encontrar. Mi habitación se encuentra a oscuras y me acerco sigilosamente al interruptor, pero la luz no viene cuando la llamo. Este debe ser otro de sus trucos. Me aferro con fuerza al cuchillo y mi cuerpo se tensa con la expectativa. Cada paso al interior se vuelve más pesado, el aire llega con dificultad a mis pulmones y puedo sentir al desgraciado observándome desde alguna esquina. El jadeo de la bestia comienza a hacerse cada vez más evidente. Ya no le preocupa mantenerse callado, trata de construir una atmósfera adecuada para consumirme. Cree que no me doy cuenta de ello, pero hemos hecho esto tantas veces que conozco bien sus intenciones. Golpea la mesa y un par de objetos caen al suelo. Las pulsiones en mi cabeza amenazan con debilitarme en esta batalla, no veo ni un carajo y sé que se acerca cada vez más.

Primero el grito desquiciante que perfora e inyecta el miedo en mí, luego su ataque cobarde que me hace caer al suelo y me pone a su alcance. Lanzo patadas en todas direcciones pero no acierto un solo golpe. Su risa me rompe los nervios y la ira me hace estallar en una serie de improperios. Blando el cuchillo listo para exterminarlo, despedazarlo con mis manos y dejarlo reducido a nada. Lo provoco y lo animo a enfrentarme en lugar de andarse con juegos absurdos. Obedece y se lanza sobre mí, rasguñando y golpeando mi rostro incesantemente mientras intento sujetarlo y encajar el cuchillo en su putrefacto ser. Un líquido espeso me empapa conforme la navaja penetra su ser y lo hace chillar incontrolablemente. Lo golpeo en el rostro para que se calle y me lanzo encima de él, sujetando su cabeza contra el suelo y lanzando furiosos ataques a su cuello. Se atraganta con su propia sangre y me la escupe al rostro como un último recurso a la burla que ya no puede profesar. Desgarro su garganta y encajo el cuchillo sin control alguno mientras siento su carne separarse y su sangre salpicar todo a nuestro alrededor. El frenesí se apodera de mí y no me detengo hasta separar su cabeza del torso y sostenerla con mi mano izquierda en señal de victoria.

Arrojo la cabeza a un lado como la basura que es y me pongo de pie con dificultad. El cuerpo molido por la contienda contra la bestia, mi ser bañado en su sangre y el cuchillo aún en mi mano. Es hora de dormir. Arrastro los pies hasta la cama y me recuesto sintiendo la levedad llegar a mis extremidades. Me cubro con las sábanas y dejo el cuchillo bajo la almohada en caso de necesitarlo, nunca se sabe. Pierdo la conciencia y me abandono al vacío de una noche sin sueños.


Otro día inicia…